Terminada la Gran Guerra, y tras la entrada en vigor del Tratado de Versalles, a comienzos de 1920 se constituye la Sociedad de Naciones —antepasado de la actual ONU— con la misión de “fijar en lo porvenir la paz del mundo”. Desde entonces, dicha Sociedad se había reunido seis veces. La séptima se celebraría en San Sebastián, siendo esta la primera en realizarse en un país neutral. Y tan pronto como el ministro de Estado, marqués de Lema, fue informado de la pronta llegada de la Sociedad de Naciones, este pidió a las autoridades locales que fueran preparándose ante tan importante visita y honrar de la mejor manera posible a los huéspedes. No hace falta decir que las autoridades locales tomaron la palabra al ministro.
La primera medida tomada fue la cesión del Palacio de la Diputación para la celebración de las conferencias, por reunir “las debidas condiciones de confort y fastuosidad dignas” para los ilustres visitantes. El edificio fue prácticamente desalojado, y sus oficinas reformadas. La lujosa decoración y remodelación quedó en manos del arquitecto Cortázar. El Ayuntamiento tampoco se quedó atrás, buena parte de la ciudad fue engalanada para la ocasión. Ambas instituciones también diseñaron un programa de actos y festejos en honor de la Sociedad de Naciones, como regatas de traineras, partidos de pelota, una fiesta nocturna en la bahía de la Concha o la representación de la ópera Mendi-Mendiyan en el Victoria Eugenia. La prensa de la época afirmó que iban a “echar la casa por la ventana”.
Entre el 27 y el 30 de julio fueron llegando los delegados de la Sociedad de Naciones, siendo recibidos por las autoridades ante un curioso gentío. Sus nombres eran: Arthur Balfour (Inglaterra), Léon Bourgeois (Francia), Paul Hymans (Bélgica), Tommaso Tittoni (Italia), Pierre Scassi (Grecia), Matsui Keishirō (Japón), Gastão Da Cunha (Brasil) y José Quiñones de León (España). Estos, junto con el numeroso séquito compuesto de secretarios y taquígrafas —hacían un total de unas 80 personas—, serían conducidos a los hoteles María Cristina y Victoria Palace, por chóferes militares del Centro Electrotécnico de Madrid. Una vez aposentados, fueron invitados a un banquete de bienvenida en el restaurante del monte Igueldo, obsequio del ministro de Estado. Ese mismo día, a las cuatro de la tarde, se celebraría la primera conferencia. El recibimiento de los delegados en el palacio de la Diputación fue fastuoso, con los alabarderos, maceros y miqueletes haciendo guardia. La fachada del palacio estaba adornada con colgaduras de gala, y, desde los balcones, los clarines de la Diputación tocaron el “Agur Jaunak”.
Durante las conferencias se tratarían diez puntos, entre los que destacan el acuerdo de ruptura de relaciones comerciales y financieras con los estados miembro que recurriesen a la guerra; los conflictos de la cuenca del Sarre y de las islas Aland; la repatriación de los prisioneros de guerra que continuaban aún en Rusia; la creación de un Tribunal de Justicia Internacional; la intención de fundar una Universidad Internacional; la creación de un organismo internacional de higiene y la lucha contra la epidemia de tifus en Polonia. Paralelamente, la Comisión Militar de Armamentos, que había llegado el 3 de agosto, y que estaba compuesta por militares representantes de las mismas naciones, debatiría, entre otros asuntos, sobre el uso de gases asfixiantes como arma de guerra o las restricciones en el tráfico de armas y municiones.
El 5 de agosto terminaron las conferencias. Aquella misma noche se celebró en el Ayuntamiento un banquete de despedida para cien comensales, que sería amenizado por el Orfeón Donostiarra, mientras que en la plaza Constitución, atestada de público, tocó la Banda Municipal. Tras la cena, a eso de las doce de la noche, los asistentes se trasladaron a La Perla para seguir con la fiesta. Allí, ante ellos, actuaron la bailarina Aurea Siria y la canzonetista Asunción Parreño, ambas del Teatro Bellas Artes, y Laura Domínguez, del de Miramar. Tras ellas siguió un baile —para dar tiempo a que el Orfeón llegase—, amenizado por un cuarteto de tziganes y una jazz-band de setenta y dos instrumentos. El Orfeón Donostiarra cantaría varias obras ligeras, que serían seguidas de más bailes.
Al día siguiente, tras muchas horas de trabajo que les privó de asistir a los muchos agasajos que había programados en su honor, los consejeros salieron de los hoteles para pasear por la ciudad y sus alrededores por última vez, y, tras almorzar, prepararon la marcha. Una parte de ellos serían despedidos en la Estación del Norte por las autoridades. Dos de los consejeros —Balfour y Hymans— marcharían en coche, mientras que Bourgeois decidió quedarse un día más y partir al siguiente.
ION URRESTARAZU PARADA