Esta mañana he estado en la presentación de los dos primeros libros del escritor franco-venezolano-chileno, Miguel Bonnefoy, nacido en París y criado entre Venezuela, Portugal y Francia. Hijo de un novelista chileno asesinado por el régimen de Pinochet y de madre diplomática venezolana que estudió Literatura en La Sorbona. Sus novelas son El viaje de Octavio (que es por la que voy a empezar y encontraréis en breve una reseña en Zenda) y Azúcar negro ambas editadas por Armenia editorial.
Bonnefoy es un contador de historias, se le ve a la legua y aunque en sus novelas habla de Venezuela, lo hace a la manera caribeña, con una bella historia repleta de alegorías. Esta mañana Bonnefoy nos ha dicho : “ Mi trabajo es un trabajo de ficción, yo hago lo que le piden a los escritores hacer, mentir. No estoy siendo leal con la realidad porque mi trabajo es echar un cuento.”
Como escribe en francés, explica que el lenguaje le condiciona a la hora de narrar y nos ha dado un ejemplo muy ilustrativo con el que quiero cerrar este post para ponerme cuanto antes a leerle. Dice el autor que cuando quiere escribir sobre un animal tan exótico como por ejemplo una guacamaya, prefiere hacerlo en español porque este idioma evoca cosas que no consigue en otro: “ya está en el vientre fonético de la palabra guacamaya, una especie de magnífica criatura tropical, de plumas coloridas, cuyo corazón puede latir durante casi 100 años, que elige a su pareja rápidamente, durante los primeros meses y si matas a uno, el otro muere unos días más tarde de amor y es tan impresionante este pájaro que cuando se posa sobre una rama de un árbol, pareciera que es todo el bosque el que se está torciendo con él.”
Alguien que es capaz de hablar así, de repente, sobre una guacamaya es para mí un contador de historias nato. Pienso en esta historia y me imagino paseando por el parque natural de Canaima observando cómo se quieren estas dos aves. Parece que eso es amor de verdad. Ojalá las personas nos quisiéramos así.