Mi ciudad es mi infancia o mi infancia es mi ciudad. Qué más da. Mis recuerdos preferidos son los largos días de playa con mi madre, un termo de zumo con agua y limón y un sándwich de pollo, lechuga picada y mayonesa. El sándwich, sin bordes, cosa que en esos tiempos, Bimbo todavía no había inventado. Siempre que hablo de “esos tiempos” recuerdo lo que dice el escritor Javier Marías: “estos también son mis tiempos, aquellos fueron mis tiempos. Mientras estemos vivos, este es nuestro tiempo”. Lo dice mucho mejor que yo, pero esaes la idea. Este verano he aprovechado para leer su última novela, Berta Isla (Alfaguara) que se me había quedado en mi lista de pendientes y la he disfrutado muchísimo. Hablaré de ella con calma porque tiene grandes reflexiones sobre la vida y los recuerdos que a veces avanzan como las tortugas Caretta que he visto este verano por la costa turca: lentas pero seguras, zigzagueando a veces, dubitativas, temerosas, derechas al destino o con algún parón para disfrutar de su espacio. Este ha sido el verano en el que más he sentido el contacto con la naturaleza. Será que la edad me ha enseñado la importancia de absorber cada momento bueno como cuando de niña, apuraba con una pajita el batido de chocolate hasta que algún adulto me llamaba la atención por el ruido. Puede que hoy en día el ruido sea Instagram, algo impertinente e insistente a veces pero siempre con intención de compartir con cariño.
Renuevo el carné de conducir nada más llegar. Cuanto antes mejor. Muestro un cierto grado de coquetería porque me doy crema para realzar mi moreno pero la vida siempre te baja los humos y me dice el señor que me atiende que la foto sale en blanco y negro. Esa piel que todavía conservo morena como recuerdo de que la vida no siempre puede ser baños y tortugas, pueblos remotos por Asia o la familia tan cerca que hace que nos sintamos a salvo de todo. La vida también es dolor, dudas, miedos, expectativas pero el refugio para los malos tiempos ya está construido. A él vuelvo cada vez que la tormenta arrecia.
Hablo de mi ciudad, de donde pasaba mis recreos en el colegio francés, a orillas del río Urumea y por donde en el mes de agosto, me encontré al gran Woody Allen. Pude hacerle una foto de tan cerca que estuve de él. Parecía su propio personaje. Cabizbajo, protegiéndose del sol con un gorro rozando lo infantil, con paso lento y acompañado por una mujer. Nos encontramos mi hermana Irene y yo a uno de los maestros del cine, al autor de Annie Hall, Manhattan, Hannah y sus hermanas, Granujas de medio pelo, Match Point … En seguida un chico joven en patinete nos quitó con un gesto amable y una sonrisa, la idea de hacernos una foto con Woody pero el recuerdo ahí está. Esos nadie puede robárnoslos.
Espero que septiembre tampoco me robe las ganas de terracita al final del día, baños en la piscina, cine de verano y alguna cena con los amigos. He vuelto cargada de ilusiones, de energía y de buenos propósitos que hay que cumplir.