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Amaia Michelena

Misscarrotblog

Yo soy muy de robar saludos

“Habla sólo, si tus palabras son mejores que el silencio”

Siempre he escuchado que esta frase era de Mahama Ghandi.  La verdad es que le pega muchísimo, pero francamente, hoy es el día que intento documentarme mientas mojo biscotes en el café, y soy incapaz de dar con la fuente veraz. Vamos a quedarnos, con que se trata de un proverbio muy lógico y remoto, de los que muchos deberíamos aplicar en numerosas ocasiones. Yo soy muy de “robar saludos”. Y ojo, a pesar de parecerme la opción correcta, creo, que la bara de medir, a muros de carga, y parlanchinies en el mundo, ha de estar más equilibrada.

El colegio y la adolescencia no cuentan, aunque ya se va viendo quienes están de un lado, y los que se ven mejor en el otro. Perdonamos la edad de la vergüenzas y partimos de los dieciocho, o ingreso en la universidad, para empezar a analizar el tema de hoy. (Ha quedado muy Doctor Honoris Causa esto que acabo de decir, pero siempre me ha apetecido mucho.)

El caso es que yo estudié en Donostia, empecé a vivir fuera y a viajar, más tarde. Cuando mis amigos y conocidos, comenzaron a mudarse, y a mirar por encima del hombro, al volver en Semana Santa y Navidad, yo estaba envidiosa perdida, aunque creo que muy en el fondo. Mis paseos diarios de la universidad al bar de moda, y de ahí a la biblioteca y al náutico a ver pasar las horas, fueron entretenidísimos.

Los pobres lugareños, sin piso de estudiantes, estábamos ansiosos de aventuras que escuchar. Los que estudiaban en Bilbao, Vitoria o Pamplona, las traían cada viernes. Plagadas de plazas en las que hacer botellón, “vecinos molones”,  y nuevos novios con acento de Dakota del Norte, y rubios, rubísimos. Las mejores historias hasta el último año de carrera y los “Erasmus”, venían siempre de Madrid y Barcelona, ¡eran brutales! Los de aquí, ver, oír, y callar. Siempre pensaba que exageraban.

Llegó el primer trabajo y otros cogimos el relevo. A mi me tocó marcharme, compartir piso, y hablar de todas esas crónicas, que había estado escuchando a lo largo de tres o cuatro años. Pues bien, la historia se repitió, y cuando volvía a casa de visita, contaba a mis amigos las mismas aventuras. Me convertí en una narradora incondicional, como aquellos, que únicamente, me llevaban ventaja. Y lo sigo siendo. Así que hablemos todos, que lo que vale oro, es alegrar al del enfrente con experiencias que poder repetir. ¡Ya habrá tiempo de estar callados!

Aventuras y desventuras de una zanahoria postadolescente

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