Vivimos tiempos extraños. Publica DV un reportaje sobre el cierre de dos discográficas, y la reacción unánime de los internautas que hacen comentarios es celebrarlo por todo lo alto al grito rebelde de “que se fastidie Alejandro Sanz que se ha comprado mansiones a nuestra costa”. Se van cientos de trabajadores a la calle (se han ido muchos miles ya en silencio, y se irán muchos más en el futuro inmediato) y el lector aplaude y vitorea al grito de “que se reciclen, que reinventen su negocio”. Asombroso. Hasta ahora nunca se ha visto que nadie aplauda el cierre de, pongamos por caso, una planta de fabricación de automóviles, o una empresa dedicada a los electrodomésticos. Nadie le ha gritado al albañil que ya está bien de vivir del cuento y se recicle a través del ciberespacio. Los que celebran el cierre de discográficas están encantados de la victoria, pues creen haber jodido de por vida a Alejandro Sanz y David Bisbal, quienes, por otra parte, inaugurarán sus nuevas mansiones sin mayor problema. No hemos visto de momento a nadie que esté deseando que cierren Zara o Nike, por ejemplo, porque sus dueños ya se han enriquecido suficientemente y “nos han robado” vendiéndonos sus ropas y zapatillas, y que allá se las arreglen los dependientes y los de la limpieza de sus grandes almacenes. Aunque no dudo que ocurriría inmediatamente si de pronto se pudieran obtener gratis en el ordenador los últimos modelos antes incluso de que llegaran a las tiendas.
Cierran discográficas (muchas han tenido prácticas lamentables, por supuesto, como en todos los gremios más o menos) y no se quedan en la calle ni Alejandro Sanz ni David Bisbal. Tampoco es gran problema para las grandes empresas, que no sólo son capaces de reciclarse en cualquier otro negocio, sino que ya tenían tentáculos en muchas otras cosas antes de que bajaran las ventas de CDs y DVDs. Más difícil lo tienen el técnico de sonido, el dueño del estudio de grabación que ya nadie está dispuesto a pagar, las secretarias, el oteador de nuevos grupos, la encargada de la comunicación, el que corregía los textos de promoción y los que metían los discos en las cajas y éstas en la furgoneta de reparto. ¡Qué se reciclen, que cambien el modelo de negocio, que se jodan!, se oye gritar en masa. Muchos de ellos se han ido reciclando a medida que avanzaban los tiempos, pero dentro de su profesión. Ahora en la cola del paro tendrán que ver si encuentran otra. Será el signo de los tiempos, pero tampoco es para celebrarlo.
Ni en las mejores distopías totalitarias de la literatura se puede encontrar una situación tan ideal. Un puñado de marcas (léase telefónicas, Google, Megaupload, etc.) se están quedando con los beneficios del trabajo ajeno y sustituyendo a cientos de empresas, concentrando en unas pocas manos lo que antes hacía funcionar a miles de trabajadores, y el pueblo aplaude y celebra como si estuvieran acabando con las oligarquías. La gente casi insulta a los músicos porque éstos no ven nada claro eso de que tengan que trabajar gratis para dar al pueblo las canciones y películas que “tiene derecho” a disfrutar, mientras paga sin rechistar a quien le proporciona el acceso al maná, engrosando hasta lo indecible la cuenta de resultados de quienes ni han creado las canciones, ni las han interpretado, ni las han promocionado, solo hacen caja.
Veamos un caso muy distinto a Alejandro Sanz y David Bisbal. El británico Darren Hayman es uno de esos músicos que hace quince años hubiera vivido con cierta tranquilidad y un merecido sueldo obtenido con su música, o sea, su trabajo. Ha publicado una docena de discos entre su banda Hefner y sus discos en solitario, tiene un público minoritario pero fiel y prestigio entre la prensa especializada. Como sabe en qué momento vive, y es un autor muy prolífico y trabajador, y quizás siguiendo esa orden suprema de que hay que reinventarse, cada día de este mes de enero compone, graba y publica en internet una canción nueva, además de vídeos, comentarios, etc. Durante 48 horas puedes descargarte cada canción gratis, luego cuestan una libra esterlina cada una, aunque se pueden escuchar gratis. El otro día comentaba con cierta ironía triste “no me vendría mal una libra o dos”, porque estaba comprobando que todo el mundo le felicitaba por las canciones, y aplaudía su valiente iniciativa, pero prácticamente nadie estaba dispuesto a pagarle por ellas. ¿El músico como mendigo?