No ha sido una Berlinale memorable, especialmente por una Sección Oficial floja en conjunto, con escasas películas destacables y algunas que no debieran haber tenido acomodo en lugar tan privilegiado.
Desde la perspectiva donostiarra, se ha podido comprobar que a veces tenemos aquí demasiados complejos. La Sección Oficial de la Berlinale no ha sido en absoluto superior a la de la pasada edición del Festival de San Sebastián, aunque allí siempre tienen un par de pelotazos con estrellas americanas o europeas que dan la vuelta al mundo y dan esplendor generalizado.
Ya se ha dicho más de una vez: la Berlinale es el festival al que más nos gustaría parecernos, porque también allí hay un público muy cinéfilo que participa en todo de forma entusiasta y es un festival grande y lucido pero manejable y amable, a diferencia de Cannes. Pero en Berlín también sufren días de sequía de estrellas, y probablemente la angustia de que algunos de los grandes títulos prefieran esperar a Cannes. Queda la intriga de si esta cosecha un poco endeble se debe a que no se pudieron conseguir cosas más sólidas o a que viene una temporada escasa en grandes obras. De momento, un repaso a algunas películas que vimos en Berlín.
Valor de ley, de Joel y Ethan Coen.
¿Era necesaria esta nueva versión? Uno diría que no. En lo fundamental, los Coen siguen el original de Henry Hathaway, con algunas secuencias casi exactas, pero peores, como el encuentro de la chica con el malo, o el enfrentamiento de Rooster Cogburn a la cuadrilla a campo abierto. Tiene un tono solemne, realzado por la música grandilocuente de Carter Burwell, que no necesitaba. Jeff Bridges está un poco pasado y el personaje de LaBeouf queda demasiado en segundo plano. ¿Conclusión? Recuperen el ‘Valor de ley’ de 1969, mucho más fresco, natural y emocinante. Y con John Wayne.
Margin Call, de JC Chandor.
Primera película de un director que ha tenido la oportunidad de dirigir a un gran reparto de estrellas. Todo en una noche, una empresa financiera que está a punto de irse al garete si no reacciona a primera hora de la mañana, un interesante retrato de cómo se gestó la caída de algunas empresas al comienzo de la crisis en Estados Unidos. Kevin Spacey y Paul Bettany dan estupendos recitales, pero también el más joven y muy televisivo Zachary Quinto (además coproductor) y un Jeremy Irons de aparición limitada pero soberbiamente irónica.
Swans, de Hugo Vieira da Silva.
En las sección Forum, esa destinada a los descubrimientos menos convencionales, figuraba esta producción alemana, exasperante por su lentitud y su reiteración en la incomunicación entre un padre y un hijo, mientras la ex novia del padre está en coma, y el chaval se dedica al skate-board.
El premio, de Paul Markovitch.
No estuvo mal que se llevara unos premios menores a la fotografía y el diseño de producción, porque el ambiente y la textura de las imágenes son lo más llamativo, junto al trabajo de la niña protagonista de esta original forma de acercarse al manido pero aún necesario tema de los desaparecidos en Argentina. La película es mexicana, pero la directora (antes guionista de ‘Temporada de patos ‘ y ‘Lake Tahoe’, dos de los mejores ejemplos del cine minimalista latino) rememora su infancia real, aunque vista en pantalla, la historia que se cuenta parezca fruto de la imaginación y la metáfora. Una playa desierta, una madre y una niña refugiadas en una cabaña para guardar sombrillas que se inunda con la fuerza de las olas, y el miedo, la pobreza y la desesperación instaladas en ella. El padre ha desaparecido, pero apenas se sabe nada cierto desde el punto de vista de esa niña que trata de ganar el premio de redacción diciendo la verdad, lo que siente. Pero decir la verdad en esas circunstancias, no es fácil. Le sobra metraje, pero tiene un ambiente y una forma de contar bien sugerentes.
We Were Here, de David Weissman.
Documental sobre la incidencia del sida en el San Francisco de los 80, muy convencional en las formas (basado en entrevistas a unos cuantos personajes que dan mucho de sí), pero asombroso al recapitular lo terrible que fue la primera oleada de la enfermedad que segó la vida de cuadrillas enteras de gays en un momento vitalista y efervescente, sin saber lo que les venía encima. Y que aún colea, y cómo. Las fotos y nombres de tantos y tantos caídos hablan por sí solas.
Alemanya-Willkommen in Deutschland, de Yasemin Sandereli.
Cómo reían y aplaudían, preferentemente los alemanes, las gracietas de esta película turco alemana que en sus primeros veinte minutos da un poco de vergüenza ajena, y luego se sitúa algo más noblemente, pero va siempre entre lo facilón, con actores que dejan bastante que desear. Los contrastes entre las culturas de los inmigrantes turcos y los alemanes orgullosos a partir de los 60, y unas cuantas puyas en el fondo inocentes a unos y otros, dieron para entretener al público con una película que no tenía entidad para estar en la Sección Oficial.
Yelling to the Sky, de Victoria Mahoney.
Sale la voluminosa, tan amenazante como entrañable, protagonista de ‘Precious’, Gabourey Sidibe, pero sólo es un personaje anecdótico con reclamo, que se dedica a extorsionar a una compañera de clase, protagonista de una historia de jóvenes de familia marginal. Forzada y demasiado sofisticada en su pretendida incursión en la miseria social de América, contiene un momento musical que da cuenta de su escasa sensibilidad estética: mete un trozo de una canción de hip-hop en medio del ‘Both Sides Now’ de Joni Mitchell. Eso no se hace.
Life in a Day, de Kevin McDonald.
Experimento multicultural y participativo que reúne filmaciones realizadas en un mismo día por gente de todo el mundo y sin un guión previo. Cada cual filmaba lo que quería y lo enviaba al director Kevin McDonald a través de Youtube. Con el respaldo en la producción de los hermanos Ridley y Tony Scott, ‘Life in a Day’ es uno de esos inventos bienintencionados que dan mucho miedo sobre el papel. Pero visto el resultado, la cosa funciona. De las más de 4.000 horas de imágenes que recibieron, el montador Joe Walker ha conseguido hacer una narración coherente, no como relato convencional, sino como una cadena de emociones y sensaciones que reflejan lo particular y lo general en un día cualquiera en el planeta Tierra. Desde la oscuridad de la madrugada, el amanecer y el despertar, hasta la primera vez en que un adolescente se afeita o un chico le cuenta a su madre que es gay. Un coreano que recorre el mundo en bicicleta o los trágicos sucesos de la ‘Love Parade’, (con una imagen sobrecogedora de una chica ‘volada’ que sigue bailando al lado de las ambulancias) nacimientos y muertes, enfermos y trabajadores, soñadores y gente que simplemente se divierte, desfilan por el estimulante collage, con excelente música de Harry Gregson-Williams y Matthew Herbert, entre otros.
Les contes de la nuit, de Michel Ocelot
Una serie de cuentos de corte tradicional, con la estética de sombras, recortes en cartulina y fondos coloristas, que no tiene sentido en 3D, cuando precisamente su director tiene por costumbre renunciar a los volúmenes en las figuras. Como me pasa siempre con Ocelot, me gustan más las imágenes sueltas, con ese sabor antiguo y artesanal, que las películas en sí, un poco planas y monótonas.
Pina, de Wim Wenders
Se preveía lo peor: la anterior película de Wenders, ‘Palermos Shooting’ era bochornosa, uno no siente debilidad por la danza contemporánea, y encima está filmada en el siempre molesto 3D. Pero surgió la sorpresa. Con fragmentos de coreografías de la homenajeada Pina Bausch, y reduciendo las entrevistas a dos o tres frases de audio por busto mientras el protagonista mira a cámara callado, Wenders crea un espectáculo envolvente y atrayente, pasando del escenario teatral a sobrecogedores espacios abiertos (hay una danza al borde de un precipicio), que por una vez encuentran en el 3D una forma de expresión útil: uno se siente realmente inmerso entre los bailarines y atrapado por las angustias y fuertes expresiones del arte de Pina Bausch.
Cave of Forgotten Dreams, de Werner Herzog
Otro ejemplo de buen uso del 3D. Unas cuevas en Francia con las pinturas rupestres más antiguas que se conservan, la voz envolvente de Werner Herzog y un detenido seguimiento a todos los ecos de tiempos tan lejanos que ahí permanecen, obran de nuevo el milagro de que alguien no especialmente interesado en el tema, acabe fascinado por lo que se cuenta y cómo se cuenta. A ratos parece que se puede tocar la roca, y mirar dentro de las grietas. Y tiene alguno de los toques humorístico-surrealistas de Herzog.
Submarine, de Richard Ayoade
Hay cierta expectación en Inglaterra ante el estreno en el próximo mes de marzo de esta película dirigida por uno de los protagonistas de la sitcom británica ‘The It Crowd’. Cuenta las andanzas de un adolescente con vocación de outsider, con sus enamoramientos, sus ínfulas intelectuales, etcétera. Tiene gracia la forma de contarla, con guiños a cierto rupturismo de la nouvelle vague via Godard, aunque también es algo repetitiva. El toque de distinción lo marcan las canciones de Alex Turner, el cantante de Arctic Monkeys, que ha compuesto parte de la banda sonora, y la publicará el mes que viene en un EP de seis canciones.
Innocent Saturday, de Alexander Mindadze
Lamentable película rusa que comienza de forma prometedora, con los primeros indicios de la explosión de Chernobyl, y deriva en una fiesta de un grupo de músicos que continúan con lo programado a pesar de que uno de ellos sabe lo que se les viene encima. Mal contada, peor interpretada, no se sabe qué pintaba en la Oficial.
Coriolanus, de Ralph Fiennes
Ralph Fiennes se ha metido a trasladar el drama de Shakespeare a una Roma entre actual y futurista con un ambiente bélico. Todo es un poco grandilocuente, él se exhibe también como protagonista con el cráneo rapado. Es algo densa y farragosa, pero impactante, sucia y violenta.
Nader and Simin, A Separation, de Asghar Farhadi
Quizás porque no aparecía, ni apareció, el peliculón que siempre se espera en todo Festival, esta película iraní fue muy celebrada, y finalmente premiada con el Oso de Oro y los dos premios de interpretación para el conjunto de actores tanto masculinos como femeninos. Es una mirada hábil a las consecuencias, con inesperados enredos y complicaciones, de un divorcio. Entre los egoísmos y las buenas razones de las dos partes, y de las terceras que van apareciendo en el relato, queda la mirada de asombro y tristeza de los niños. Una bonita y bien contada historia, aunque adolece de algunos de los tics repetitivos y la puesta en escena funcional de una parte del cine iraní.
A torinói ló, de Béla Tarr
Después de toda una carrera limitada a los circuitos más minoritarios, el director húngaro Béla Tarr ya tuvo un cierto reconocimiento hace tres años en Cannes con su adaptación de ‘El hombre de Londres’ de Georges Simenon. Pero nada tiene de literario ni de convencional el cine de Béla Tarr, que una vez más se basa en los largos planos secuencia, filmados exclusivamente en blanco y negro y, en esta ocasión, dedica dos horas y media a la supervivencia austera, seca y dura de un hombre y su hija en un caserón desvencijado de una montaña perdida. El plano inicial, de cuatro o cinco minutos, del hombre en la carreta con el caballo galopando contra el viento, es quizás el más bello e inquietante de los vistos en toda la Berlnale. Pero la película no es de trago fácil, con su música repetitiva, su casi ausencia de diálogos, sus gestos cotidianos y callados en los pocos y agonizantes días del relato. Pero la lucha contra los elementos y esa humanidad huraña al borde de la desesperación, tiene algo magnético, lo propio de un cineasta que consigue hacer algo realmente personal y distinto a todo lo demás.