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Ricardo Aldarondo

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Cannes (5): eficaz Soderbergh, desconcertante Winding Refn, agudo Alexander Payne

BEHIND THE CANDELABRA, de Steven Soderbergh.
A Michael Douglas casi se le saltaron las lágrimas en la rueda de prensa. Vimos cómo se le entrecortaba la voz, y tenía que hacer una pequeña pausa antes de pronunciar la palabra “cáncer”. Estaba explicando que la propuesta de interpretar al excéntrico músico Liberace le llegó cuando estaba en plena lucha contra la enfermedad, y le abrió un horizonte. También vimos en esa rueda de prensa a un Matt Damon que derrocha ironía y perspicacia sin ninguna apariencia de creerse lo suyo, con gafas de estudiante curioso y discreto, contando con gracia y hasta suspense cosas como el método de trabajo de Steven Soderbergh, que cada noche monta la escena rodada durante el día y la cuelga en una web exclusiva para que los actores puedan verla y saber cómo va quedando la película. Michael Douglas aseguró que el director acabó de rodar un viernes y el lunes siguiente tenía ya la película terminada. Steven Soderbergh, por su parte, reiteró que se retira del cine, aunque no sabe por cuanto tiempo, y que no le importaría que Behind the Candelabra fuera definitivamente su última película, tan orgulloso está de ella.


El resultado no es tan rotundo, novedoso o emocionante como todas esas declaraciones, pero esa línea algo aséptica y tremendamente funcional que Soderbergh ha llevado en estos últimos años, funciona como un peculiar biopic que, a falta de interés de Liberace como músico, se centra en lo que llamaba la atención de su vida: su delirante estética kitsch en los ropajes, los anillazos que no le impedían tocar el piano y, sobre todo, la decoración y su casa; y, por otro lado, su relación con un muchacho, interpretado por Matt Damon, un poco  mayorcito para el papel, dispuesto a ejercer de señorito de  compañía, escudero y juguete sexual. Mientras Soderbergh aplica una dirección funcional, que mantiene siempre el interés de lo contado (un poco menos en la segunda parte) y brilla más por los deslumbrantes decorados que por la inventiva narrativa, Michael Douglas y Matt Damon lo bordan. Y el papel de Douglas huele a premio de interpretación. Con peinados y ropajes  imposibles, propios  de  los años 70 más extremos, representan dos personajes tan divertidos como patéticos, encerrados en una jaula de oro donde se evidencia las soledades. Más que el ascenso y caída de un artista, es el crecimiento y previsible desgaste de una relación en la que el capricho, el amor, el aprovechamiento mutuo se confunden y multiplican. Hay situaciones muy divertidas, como la primera entrada de Matt Damon en el santuario de Liberace, o el número final; y también momentos dolorosos, como esa mirada ante el espejo del músico despojado de su parafernalia  estética. Y todo lo orquesta ese Soderbergh solvente, sin más y sin menos, en una película (o TV movie: está producida por HBO y estrena por cable en EE UU) que está afortunadamente más cerca de Magic Mike que de la engañosa Efectos secundarios.

ONLY GOD FORGIVES, de Nicolas Winding Refn.
Quizás la mayor decepción de Cannes la protagonizó el mismo director que hace dos años desencadenó entusiasmos desmedidos  y un auténtico culto con su película Drive. El hecho de que haya contado de nuevo con el actor Ryan Gosling y el músico Cliff Martinez puede hacer pensar que el problema sea el habitual: querer repetir la fórmula de éxito. Pero no, Only God Forgives no es un segundo Drive, de hecho en cierto tono místico, ceremonioso y sangriento nos recuerda más a su precedente Valhalla Rising que al thriller pausado del coche y la cazadora tatuada. Pero aquí no hay paisajes nórdicos, sino sordidez siniestra y oscura, entre tugurios de Tailandia, para contar una historia de venganza y mafia más o menos tópica, pero reducida a un esqueleto poco consistente y adornada con una relación familiar entre la tragedia griega y el cómic disparatado. En principio se diría que Nicolas Winding Refn se toma la película muy en serio. Por eso, cuando aparece el personaje de la madre siniestra (una Kristin Scott Thomas intentando hacer algo que no le pega nada), y despliega unas actitudes y unos diálogos que invitan a la carcajada (y bien sonoras algunas de las que se oyeron en el Palais), uno se queda entre el estupor y una sospecha nada fundada de que el director danés juega a la autoparodia. Lo que es seguro es que abusa de las posiciones y miradas inertes de Ryan Gosling, que también por ahí la película roza el ridículo, y se ahoga  en un cúmulo de influencias que van de la estética oriental de artes marciales, katanas y agujas torturadoras, a la violencia disparatada  de Tarantino (pero sin su humor) y los ambientes enrarecidos de David Lynch, a quien parece homenajear con el policía corrupto que remata sus faenas interpretando canciones en el karaoke, y una estética  en permanente rojo y negro. Quizás por el lado de la parodia no explicitada es por donde mejor se pueda encajar esta película desnortada de violencia salvaje en momentos puntuales, sí, aunque no es ese el problema.

NEBRASKA, de Alexander Payne.
En contraste absoluto con Winding Refn, otra de las abundantes propuestas estadounidenses mostró lo que se esperaba de Alexander Payne: un guión magníficamente escrito en cada frase, en cada detalle visualizado, elaborado por Bob Nelson y llevado  a su destino con mano tan firme como delicada por Payne, para hablar de la vejez, de la ilusiones perdidas y algunas que aún puede brotar, y de las relaciones familiares encallecidas. Menos ambiciosa que la magistral Los descendientes, más lineal como corresponde a una road-movie que no participa de los tópicos del género, con unos actores que hacen de sus personajes pura verdad, desde su sencillez Nebraska va haciéndose grande poco a poco, con el escueto argumento de un octogenario que está convencido de que le ha tocado la lotería (así lo dice uno de esos folletos de propaganda-timo) y quiere ir a cobrarla a un pueblo de Nebraska. Los personajes son deliciosos, desde la esposa descreída pero afable, a esos dos hermanos garrulos, tan jocosos como apáticos, que forman parte de la familia y la vecindad de sus orígenes con los que se encontrará el despistado Woody, quien al comienzo de la película pretende ir andando a un lugar que dista mil y pico millas de su casa. El blanco y negro emparenta Nebraska con esa América profunda desolada, inerte, decadente de películas como The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971) pero en la que habitan personajes tan contradictorios, tan bondadosos o simplonamente retorcidos como en cualquier otra parte del mundo (y entre ellos destaca el emblemático actor Stacy Keach de Fat City (John Huston, 1972), pero con un carácter genuino, y en un paisaje muy especial, que Payne revela con gran mesura en las emociones. Una delicia de película que, como todas las de Alexander Payne, te deja con ganas de volver cuanto antes sobre ella.

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Sobre el autor

Periodista de Cultura y crítico de Cine de El Diario Vasco. Colaborador de Rock De Lux, Fotogramas y Dirigido Por...


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