Muy impresionante la marea humana que se aposentó en la playa de la Zurriola para ver a Jamie Cullum en la primera jornada del Jazzaldia. Los expertos en multiplicaciones de la organización han dado una cifra de 50.000 personas (véase aquí un curioso vídeo en el que Miguel Martín explica el método de recuento). Sea o no exacta, lo cierto es que no se veía casi un centímetro de arena, el gentío lindaba con el mar por estribor y al fondo no se veía el final de la audiencia. Y bien apretado que estaba el público: imposible tratar de meterse en sus entrañas.
Y lo bueno es que el chaval se tomó con absoluto dominio de la escena la situación. Después de verle dos veces en el Auditorio Kursaal y otra en la plaza de la Trinidad, no hubo ocasión para la sorpresa, pero es lo que requería el lugar. Jamie Cullum lanzó todas las esencias de su show de alma jazzística y pose rockera, dejó un poco apartado su nuevo disco en favor de un grandes éxitos infalible, incluyendo la contagiosa y apasionada You Can’t Stop the Music, se lanzó como suele del borde del escenario a la banqueta para acometer vibrantes solos de piano e hizo cantar al público exigiéndole como a un profesional, dividiéndolo en tres coros distintos, cada uno con su propia melodía. Y tras hora y media de show incansable y calidad musical incontestable, hizo su tradicional salto al aire desde el borde del piano y se despidio con una versión de Jimi Hendrix, reconvirtiendo al funk The Wind Cries Mary. Intachable.
Vimos bebés de dos meses, como mucho, y ancianos de toda condición disfrutando de la tarde-noche. Más todas las capas generacionales y sociales que quepan por enmedio. Todo se conjugó para que el inicio del Jazzaldia fuera de los más multitudinarios que se recuerdan y plenamente gozado por la marea de locales y visitantes (muchos extranjeros también, sí). Y tras Cullum, el cambio de guardia hacia músicas algo más experimentales. En el Frigo también era imposible acercarse al cogollo del público que seguía atento la propuesta de Robert Glasper Experiment. ¿Hacer hip-hop con el piano y un cuarteto de tradicionales instrumentos de jazz es posible? Pues sí, ellos lo consiguen, con algunos añadidos de otros artilugios. Veloz y espectacular pianista, Glasper conduce una mezcla de géneros muy personal, que tiene el torrente improvisador del jazz y el corazón rítmico del hip-hop. Terminaron con una deconstrucción de Smells Like Teen Spirit que, cuando fue reconocida por el público, recibió vítores, quizás más que como reconocimiento a Nirvana, como complicidad ante la original y casi irreconocible forma de atacarla, con vocoder en la voz incluido. Habrá que verlos con más calma en una próxima ocasión.
Hubo otras actuaciones en otros rincones del abarrotado lugar, pero la noche terminaba de nuevo en la arena con la locura bien fundamentada de la Shibusa Shirazu Orchestra, que nos dio todo lo que esperábamos de ella.
Básicamente la actuación fue igual que la que nos deslumbró hace tres años. Casi le ponemos el mismo título a la crónica y todo: bendita locura. Pero no se puede decir que no hubo sorpresas, porque la cantidad de asombros que contiene el show en sí es tal que uno necesitaría muchas actuaciones para aclimatarse a lo suyo. La chica que mueve sus manos con dos bananas enormes en sus manos sobre una escalera de pintor durante todo el concierto, seguía ahí. También el divertidísimo cantante en tanga y calcetines blancos. Y el que pinta un mural durante el concierto, y la bailarina aflamencada y fosforescente, y los extraños seres de posturas imposibles, y el director bohemio… Visualmente, la Shibusa Shirazu Orchestra es un espectáculo tan delirarante como deslumbrante, pero lo mejor es la potencia y versatilidad de la maquinaria musical. Media docena de instrumentos de viento, dos guitarras eléctrica, perscusiones y teclados y hasta un theremin, para hacer una música excitante e indescriptible durante más de hora y media sin ninguna pausa, pero con unos cambios de ritmo repentinos que asombran y mantienen siempre la tensión al máximo, jaleados por el del tanga, que no canta mucho, pero remata la locura colectiva a la perfección.
El solo del guitarrista de la derecha, al que sumó el de la izquierda (no es muy normal hacer dos punteos así, a la vez, pero fue espectacular) fue uno de muchos momentos brillantes, pero también las cabalgadas de la sección de viento, el momento de reposo con voz femenina en plan banda sonora de animación nipona, y la parte ‘flotante’ y lírica en la que sacaron la plateada medusa voladora que sobrevoló a toda la audiencia y provocó eso que se suele denominar como ‘momento mágico’.
El director (sí, ese que más bien tiene pinta de ‘clochard’) parecía algo ‘entonado’, a juzgar por su mirada, sus bailoteos esporádicos y su deambular por el escenario con el cigarro siempre en la mano, pero estaba disfrutando de la orquesta tanto como nosotros, y llevándola con tanta firmeza como colegueo en cada uno de sus fascinantes requiebros.
Lo hacen todo, y todo a la vez: jazz, punk, ska, heavy, gyspy, funk, pop, rock progresivo… una amalgama entre la continua excitación de la banda sonora de una película de Kusturica, el jazz de vanguardia y las músicas populares de cualquier parte del mundo. Si les ves de lejos igual te parecen una pandilla de colgaos; a nada que te metas de lleno en su mundo de imaginación desbordante, pasas hora y media de gozo musical y sonrisa sin fin. Que vuelvan otra vez cuando quieran.