Impresionaba la belleza del lugar: el claustro de San Telmo iluminado en cálidos colores y con un acertado escenario minimal. Ese lugar ideado para el recogimiento era sencillamente perfecto para los cánticos al amor, a su ausencia, a su ruptura, y la celebración de las glorias terrenales, que Lloyd Cole lleva 30 años elaborando inspirada y delicadamente. Luego se vio que algunos detalles mermaban un poco la calidad del recogimiento: la barra de bar que no era escandalosa pero sí molesta (Cole miró como pidiendo permiso a la máquina de hielos para empezar una canción) y el trajín de gente de uno a otro concierto, pues eran tres las estancias de San Telmo habilitadas para acoger otros tantos conciertos, de modo que el público elegía cuánto rato pasaba en cada uno. Un experimento atractivo e interesante, que se irá puliendo en función de los resultados y ya en su primer año ha agotado las entradas para las tres noches. De momento, el patio se reveló como un sitio agradabilísimo para escuchar a una cantante tan versátil como Kristin Asbjornsen, y en cambio el Salón de Actos resultó pequeño, mal ventilado y con molestos ruidos de la madera en cuanto alguien daba dos pasos.
Lloyd Cole se presentaba en formato de trío uniforme: tres guitarras acústicas, con incursiones de Mark Schwaber y Matt Cullen en el banjo o la mandolina. Una conjunción de cuerdas bien trabajada, que brillaba en los intermedios instrumentales. Precioso apoyo, aunque un poco monocorde, para las canciones de un Cole que sigue creando hoy tan buenas composiciones como en sus comienzos y que quizás no merece que se celebren más los temas que toca de la época Commotions (‘Perfect Skin’, ‘Are You Ready To Be Heartbroken’), que las también excelentes de su último ‘Broken Record’, aunque ‘Writer’s Retreat’ también estuvo entre lo más aplaudido. Qué gusto de voz sedosa y confesional, entregada pero discreta. Qué gusto de melodías y melancolías.
En el otro extremo, Mostly Other People Do The Killing, tenían también al público en vilo pero a base de pelea: cuatro neoyorkinos con todo tipo de influencias, del free extremo a todas las acepciones de la música popular, de la furia a la calma, en un continuo ejercicio de creación ‘in situ’. Jaleándose mutuamente, se crecían la fuerza y sutileza del batería Kevin Shea, el dominio de la ‘pocket trumpet’ de Peter Evans o los sonidos exprimidos del saxofonista John Irabagon, que al final se quedó solo transformando su instrumento en una máquina de sonidos. Para entonces sus colegas ya estaban fuera firmando discos.
El patio del museo estuvo ocupado por la noruega Kristian Asbjornesen, significativa presencia horas después del atentado de Oslo. Pidió paz para todos, recordó a las víctimas y les dedicó una de sus piezas más espirituales, en un repertorio tan variopinto como su versátil voz. Su lucido grupo combinaba country, pop, jazz y hasta new age, y ella lanzaba sencillos mensajes en sus letras con una voz muy rica en matices y algunos retos técnicos que arrancaron aplausos. Con ese aire hippy-moderno, descalza y con pulsera en el tobillo, encandiló a quienes apostaron por ella.