Tanta tecnología para esto. Resulta que en el concierto de U2 el escenario estaba demasiado bajo y, al menos desde la pista, en el centro del estadio, era imposible ver al grupo. Nada, ni poniéndote de puntillas, ni en un milagroso golpe de suerte en el que se apartaran todas las cabezas que tenías delante, lograbas tener una panorámica normal del escenario. Como mucho, veías asomar a The Edge o Bono cuando se subían a una de esas (bajas) pasarelas que apenas dieron juego en el concierto. Así que nos pasamos la noche viendo a U2 en la tele, en esa pantalla circular que subía, bajaba, se estiraba, se encongía y nos servía para ver a buen tamaño a los cuatro músicos que dan la cara (detrás del escenario o en pregrabados debe haber unos cuantos más a juzgar por lo que sonaba) y para recibir las arengas solidarias y las informaciones globales con las que Bono hace bonísimo a su público.

No vamos a cuestionar los discursos, las incitaciones al cántico colectivo, las pesadísimas guitarras de The Edge (como un helicóptero en funcionamiento durante todo el concierto), ni la evidente pobreza compositiva de la mayor parte de sus últimas canciones, porque todo eso ya lo conocíamos antes de pagar los 62 euros. Pero sí nos lamentamos de la grandilocuencia del montaje escénico (poco partido le sacan), del horroroso sonido metálico y saturado, de la sensación de que todo está mecanizado y es musicalmente muy poco humano y, en definitiva, de que el de ayer resultara uno de los conciertos más aburridos y asépticos que uno haya podido presenciar. Nada que ver, desde luego, con el que ofrecieron en el Velódromo en 1992. Los conciertos de estadio son un filfa, sí, pero The Rolling Stones y Bruce Springsteen los hacen muchíííísimo mejor.