Quienes se empeñan en denostar la música de los años 80 bajo un absurdo tópico generalista hecho de peinados, maquillajes y hombreras (diosanto, a quién se le ocurre, con la cantidad de estilos, actitudes y amalgamas que inventó el pop y el rock en esos años), olvidan el glorioso hecho de que lo que entonces sonaba en radiofórmulas y supermercados no era solo el producto de la mercadotecnia más estridente y cutre como hoy. Entre finales de los 70 y mediados de los 80 se produjo el milagro de que el pop más creativo podía ser el más comercial, y que las nuevas tendencias de la creatividad, en el mejor sentido, llegaban a públicos masivos. En otras palabras, que lo que se oía en bares y transistores eran The Cure, The Style Council o Madness, casi nada. O sea, como si hoy tanta gente interesante relegada al circuito del indie, que se tiene que conformar con dirigirse a su ghetto (aunque hablemos de los más famosos del indie), tuviera acceso al circuito de masas.
Todo esto viene a cuento de haber recordado de pronto a The Blow Monkeys, uno de tantos grupos de éxito más o menos intenso pero finalmente efímero, y de añorar el hecho de que la música más comercial y de vocación masiva pudiera ser tan buena como estos dos pedazo de singles de pop-soul soul blanco, sofisticado, imperecedero. Qué maravilla de estribillos, qué perfecto envoltorio.
¿Alguien más recuerda aquel concierto de The Blow Monkeys y Carmel a mediados de los 80, al aire libre, en Biarritz?