Fue la clausura del ya clausurado Atlántida Film Festival y aunque aún tenemos que hablar aquí de otras películas que hemos visto en ese certamen virtual pero muy real y oportuno, vamos con Los ilusos de Jonás Trueba, entre otras cosas porque el director estará en persona, y literalmente traerá su película bajo el brazo, en los cines Trueba de San Sebastián el próximo 9 de mayo, dentro de las muy enriquecedoras y cinéfilas sesiones de Los Jueves del Trueba.
Dice Jonás Trueba que sólo ha hecho una copia de Los ilusos, porque la va a ir presentando en persona por las ciudades, mimándola, explicando sus porqués. Ya hizo algo así Leon Siminiani con Mapa, que también estuvo en el Trueba, aunque esta se iba quedando allá donde se presentaba, al menos durante una semana. Los ilusos no es que sea más frágil o minoritaria, pero sí más cinéfila, aún. O sea, cinéfila por todas sus referencias, pero no sólo para cinéfilos de oración y misa: al fin y al cabo habla del amor, de la juventud, de la ilusión por hacer cosas, de lo tonto e importante que puede ser un momento de charla con un amigo en un bar, del azar y la extrañeza de la vida misma, de un libro… O sea, cosa muy normales para cualquiera.
Ya estaba en Todas las canciones hablan de mí, el anterior largometraje de Jonás Trueba, esa pasión por el cine con una actitud especial, directamente heredada no solo de la Nouvelle Vague, sino de la forma en que vivió y heredó la Nouvelle Vague la generación de su padre y posteriores hasta llegar a la propia. Como en Todas las canciones hablan de mí, si no fuera por los móviles y algún otro detalle rabiosamente contemporáneo, Los ilusos podrían pertenecer a los años 60 o al menos busca una estética cómplice con esa época y ese espíritu. Pero al mismo tiempo, Los ilusos habla de una juventud perfectamente actual, que existe, aunque no sea la juventud ni las actitudes que se ponen como ejemplo o estandarte en los foros y las estéticas que pretenden venderse como rabiosamente modernos.
Pero, sí, Los ilusos es cine de guerrilla de ayer y de hoy, en cuanto a coger una cámara y ponerse a rodar, una película imperfecta y deslavazada porque lo es su propia naturaleza, pero cargada de viveza, melancolía, curiosidad, humor y un atractivo punto de pedantería, a veces autoirónica. Una película hecha por el placer de filmar, pero no hecha al tun tún, con un protagonista, Francesco Carril, que parece dar continuidad generacional a la cadena iniciada por Jean Pierre Leaud con François Truffaut y ampliada por Oscar Ladoire y Fernando Trueba: no es casualidad que una de las últimas escenas tenga lugar en una boca de metro, aunque no la misma en la que se iniciaba Opera Prima, y que Los ilusos esté dedicada a su director: el espíritu de esos amigos, Fernando Trueba, Antonio Resines, Fernando Colomo, Ladoire, que dieron frescura y modernidad al cine de la Transición, reaparece, de otra manera y acorde a la realidad de hoy, y además con arreglo a unos presupuestos estéticos, y hasta morales, que entroncan con un cine español que está creciendo en los márgenes en los últimos años, y que hace cine desde dentro del cine para hablar de cuestiones más o menos universales: el amor, la búsqueda de uno mismo, la amistad, el desconcierto, la ilusión y la desilusión…
Hay un momento en Los ilusos en que se suceden fachadas de cines de Madrid. Desde que se rodó la película, hace unos meses, supongo, esas imágenes han adquirido aún más significado, por la debacle que parece cernirse sobre ellos. Entre la melancolía y un no nos moverán subliminal, expresado de manera elíptica pero rotunda, la película simplemente se apodera de un tiempo y un lugar sin guion previo, con la improvisación y el devenir de la vida por montera, pero encontrando una congruencia en la calidez narrativa y la ironía, con momentos tan regocijantes como el de la tienda de vídeos y la colección de VHS con películas inecontrables; imágenes tan inexplicablemente poderosas como la de los tres jóvenes atravesando la plaza Mayor vacía al amanecer (y que, no sé muy bien por qué, veo como una réplica de bajón a la de los protagonistas de Bande á part corriendo por el interior del Louvre); el plano de la chica cuando aparece el rótulo de “La fugitiva” (uno de los capítulos en que está dividida la película); el uso de la banda sonora de La gran ilusión en ese otro plano del camarero saliendo del bar, mientras el protagonista lee el libro sobre el suicidio que buscaba; o, finalmente, ese inesperado y subyugante intermedio con El Hijo interpretando entera la larga y hermosa Cabalgar que, si no sonara inevitablemente cursi, diríamos que es un momento mágico dentro de la película. Mención aparte para las siempre desconcertantes y regocijantes apariciones de Javier Rebollo. Desperdigadas o no, hay muchas cosas atractivas dentro de Los ilusos. Tanto como para que apetezca verla de nuevo, o por vez primera, el jueves 9 en el Trueba.