Por dar ya carpetazo a la crónica parcial y a trompicones del Atlántida Film Fest que hemos llevado en Mon Oncle, y que se nos ha demorado demasiado, reseñemos brevemente algunas otras de las películas que hemos visto en el festival de Filmin en su tercera edición.
Keep the Lights On, de Ira Sachs (Estados Unidos, 2012)
Si Weekend sorprendió por la naturalidad y veracidad de una relación de pareja entre dos hombres en un periodo de tiempo muy corto e intenso, Keep the Lights On destaca por la forma en que aborda las relaciones de amor y sexo que experimenta a lo largo de una década un joven que trata de salir adelante como documentalista, al tiempo que intenta mantener una estabilidad de pareja que se le deshace por varios flancos. Sobre todo porque su amado se vuelve adicto a las drogas y la autodestrucción. Siguiendo un día a día sin grandes impactos narrativos, sin estridencias, pero con alta sensibilidad para retratar estados de ánimo, deseos frustrados e ilusiones fugaces, el directo Ira Sachs (el de Forty Shades of Blue y El juego del matrimonio) compone un bonito y emocional retrato del paso de la juventud a una cierta madurez, con todos sus sinsabores, con la ayuda de un excelente actor, Thure Lindhardt, al que el Atlántida Film Fest dedicaba un miniciclo.
Les Invisibles, de Sebastien Lifshitz (Francia, 2012)
Un insólito documental francés en el que se entrevista a homosexuales en su madurez, a los 70 u 80 años, que narran cómo fue vivir sus amores más o menos clandestinos en una juventud en la que les estaba prohibido expresarlos, o en una vejez que viven de diferentes maneras. Sorprende la naturalidad y franqueza, hasta el orgullo, con el que hablan personas que recuerdan momentos dolorosos de sus vidas, pero también de plena felicidad. Porque a pesar de los problemas y las luchas que tuvieron que afrontar, prevalecen los recuerdos, o el presente, del amor y del deseo, de la autoafirmación en la personalidad propia de los gays, lesbianas y bisexuales (muy divertido el octogenario granjero que expresa cuánto le gustan las mujeres y los hombres) que aparecen en pareja o en decidida soltería. En un rato en que se mete más de lleno en los movimientos de liberación de los años 60 y 70 se desdibuja un poco el verdadero valor de Les invisibles, el testimonio personal y familiar, la entrega de unos y otros a los seres amados. Pero además, Les invisibles no habla solo de la homosexualidad, sino también de la vejez, del inexorable paso del tiempo, de la melancolía de un pasado irrecuparable, de pequeñas historias de la vida. En general. Y, curioso, muchos de esos retratos son a gente de campo, y no urbanitas, que por tradición familiar o por decisión de pareja decidieron, por ejemplo, dedicarse a cuidar cabras.
Ausente, de Marco Berger (Argentina, 2011)
La relación entre un profesor y un joven alumno que de alguna manera le manipula puede recordar a En la casa, con el deseo sexual como conexión entre ambos, en lugar de la literatura. Pero a diferencia de la película de François Ozon, en la que todo encaja como en un mecanismo de relojería, en Ausente las situaciones se hacen difícilmente creíbles y justificadas, y aunque hay retazos casi de suspense, se pretende sobre todo un drama atormentado y de una intensidad emocional que nunca termina de cuajar. Es interesante la forma de filmar de Berger, a base de observaciones, detalles, jugando con los espacio para crear rendijas y rincones en los que se esconden los rasgos de esa historia secreta y hasta peligrosa. Pero una música exagerada, y situaciones como esa vecina que todo lo ve, desactivan parte de la sutileza que debería ser el arma de una película que se acaba haciendo demasiado evidente y reiterativa.
Otel.lo, de Hammudi Al-Rahmoun Font (España, 2012)
¿Otra versión del Otelo de Shakespeare? Bueno, solo de refilón. En realidad es la preparación de un rodaje sobre Otelo lo que da lugar a un ingenioso juego de apariencias y realidades, que comienza con el propio casting de la película, tratando de conocer a las personas que hay detrás de los personajes, y desemboca en una relación de amor y celos, por supuesto, pero también de dominación y humillación. O hasta qué punto el actor es el personaje y su intimidad como persona debe quedar expuesta, sus decisiones anuladas en función de los caprichos el director-artista que quiere alimentar su obra, pero también su ego, su poder. Entre la farsa y la tragedia, entre el pseudodocumental y la doble ficción del teatro y el cine, esta pequeña pieza de perfil voluntariamente amateur, pero al mismo tiempo sofisticada en su construcción de realidades y engaños, tiene su gracia y una cierta capacidad para desconcertar los sentimientos del espectador, que asiste a situaciones grotescas y al mismo tiempo conmovedoras, gracias esto último, sobre todo, a la actriz Ann M. Perelló, que se sitúa en un interesante punto entre la inocencia, el asombro y la perversidad.
Después de Lucía, de Michel Franco (México, 2012)
Trufada de premios, desde que ganó el año pasado nada menos que el de Un Certain Regard de Cannes, Después de Lucía cuenta un caso de bullying a una adolescente, pero sin entrar en la vía convencional del retrato social y la pena compartida. Desde la observación, con un estilo seco y minimalista, Después de Lucía tiene la virtud de poner el foco igualmente en otro personaje y otro drama, el del padre, incapaz de asumir la muerte de su mujer. Elocuente en los silencios, puede pecar de un cierto efectismo, paradójicamente a través de la inacción, en la pasividad de la chica ante las humillaciones a las que es sometida, especialmente en la secuencia de la fiesta. El seco final también puede dar lugar a debates en diversos sentidos.