Fueron los primeros en mostrar solidaridad con aquellos a los que una ley injusta echaba de sus casas aunque tuvieran que seguir pagando la hipoteca. Los cerrajeros se negaron a acabar, por orden del banco,  con la intimidad que otorgaba la cerradura para los desahuciados. En tan triste cometido fueron sustituidos por los bomberos, un colectivo que ha comenzado también a revelarse por el papel asignado en esta situación, un rol que no responde ni a su imagen de cachas solidarios con ONGs, ni a la de héroes que salvan a los niños de un incendio ni a la dulce y más yanky de salvador de un gatito asustado en la rama más alta del árbol.

La conciencia social se ha impuesto a la conciencia de caja entre un colectivo de poco renombre público como es el de los cerrajeros, pese a que ya dieron muestras de solidaridad cuando se prestaron a no cobrar por sustituir las cerraduras de aquellas mujeres maltratadas que querían alejarse del tipo con el que compartían llave. Otra vez dignificaban la labor de preservar la intimidad, para otro colectivo esta vez, pero también necesitado.

¿Son los cerrajeros esos quijotes que escapan de la conciencia de caja imperante? La mayoría, dicen, sí. Otros, el resto, hacen su agosto cumpliendo con esa tarea que sus compañeros han rechazado. Se ajustan así a lo que se lleva como criterio de actuación entre los más avispados, aunque seguro que más de uno lo justifica asegurando que tiene remordimientos, pero también un par de críos que devoran yogures. Puede que pequeños gestos de solidaridad social empiecen a tener cabida en una crisis que lo justifica todo, quizá empapen lo más impermeable de una sociedad en la que todavía se tiene la desverguenza de subir al atril del Congreso de los Diputados la promesa de ser más duro con la corrupción.