Vale para un arma de fuego, un campo del conocimiento que desconozco por
completo y que me provoca alergia. Vale para una postura torera o rejoneadora, todavía más inédita en mi bagaje personal si eso fuera posible y
no falta quienes lo utilizan para el fútbol, eso sí en boca de locutores americanos y
esta vez sí, en alusión a un mundo fascinante que es capaz, aunque solo sea un par
de veces, de equiparar al pequeño y al grande. O a hacer gigante a tu segundo o, diez
años más tarde, a tu posible cuarto.
Recortar en estos tiempos y más allá de armas, toros y futbolistas, vale, sobre todo, para justificar que deje de cuidarse a los sectores más débiles de la población, a los
dependientes, a las mujeres solas, a los niños
para los que no hay becas de comedor, a los parados de larga duración, a los
pensionistas, a quienes están a punto de serlo, a quienes explotan a cambio de
un trabajo, a los desahuciados, a los becarios de la Uni, a los que necesitan
medicamentos, a los que están enfermos, a los que nadie va a someter a la cirugía
que necesitan.
La recortada permanente supone ver durante horas al comerciante de
la esquina de mi calle con los brazos cruzados, a que el fontanero tarde más en hacer cualquier obra porque ya no puede (o no sabe si puede) permitirse mantener dos contratos junto al suyo, a que el barero vea cómo se reduce la clientela aperitivo tras aperitivo, a que el IVA
sume un porcentaje tal que el dinero de los pobres se pacte muchas veces en la
trastienda.
La recortada amenaza la dignidad de quienes creen que no tienen trabajo porque
algo han hecho mal, evita la unidad de quienes siguen aferrados a barreras del pasado
para justificar porque no protestan juntos, quiebra la libertad de pensamiento y
la esperanza de los más jóvenes. Jamás, eso, sí, toca a los poderosos ni a aquellos
a los que siempre protege la dorada capa de armiño que les hace sentirse a salvo.