Hay una médico en el Hospital Donostia que no sólo es una excelente cirujana y una ávida estudiante de todo lo que supongan mejoras o innovación, si no también de ese tipo de profesional que convierte su atención al paciente en auténtico efecto placebo. No sabe si le renovarán el contrato el próximo mayo. Si no es así se irá, no se sabe a dónde, pero lo más probable es que sea muy lejos y que toda su saber hacer acabe en una consulta nórdica. Un donostiarra de menos de treinta años presenta este viernes su tesis sobre una materia bioquímica de larguísimo título imposible de recordar, también con un trabajo precario y mal pagado. Se podrían añadir nombres propios de veinteañeros que desarrollan su trabajo en Caracas, Londres o en Nueva York. O en Alemania.

Son de esos que se llamaron en su momento jóvenes sobradamente preparados que ahora parecen sobrar en un lugar en el que la palabra crisis lo justifica todo. Y si el cierre de un centro de día no levanta protestas, parece que menos lo va a hacer todavía que todos estos universitarios se vayan no por ganas de conocer otros países sino por no poder trabajar en el suyo. Ingenieros, periodistas o técnicos informáticos se van, algún eufemista del gobierno dijo que por que son muy aventureros.

Exportar talento a mansalva y a través de un caudal de desesperanza es un paso hacia el tercer mundo, con la cultura como si no existiera y la investigación muerta de asco.