La meteorología se ha convertido en más que una ciencia, en más que un método perverso para disuadir turistas, en más que una maravillosa arma de prevención. Desde mediados de la semana pasada, todos nos comportamos como si compartiéramos un secreto que iba a cambiar nuestras vidas, al menos, durante el fin de semana: “Ya lo han dicho, va a nevar”. El carnicero, la vecina, el compañero de mesa, el camarero de la hora del pintxo o la informática llamado a salvar el ordenador: Un “menuda la que nos viene” que acababa por unirnos y hacernos cómplices daba cierta vidilla a muchas conversaciones.
No fue para tanto, más bien, en Donostia apenas fue para nada y los escasos copos que cayeron no cuajaron salvo en Igeldo que yo sepa, y tampoco como preveía en forma de inmensa nevada.
Seguimos en alerta, que se sepa, así que todavía todo es posible, pero nos hemos quedado sin ese nexo de unión porque se ha pasado al “vete a saber, si no se puede fiar uno”.
El que más o el que menos recuerda aquella ciclogénesis explosiva que nunca llegó a una ciudad en la que, por precaución, dejaron de funcionar los autobuses y cerraron centros comerciales. La palabra del fenómeno, al menos, es tan conocida entre los donostiarras como la calle Urbieta.
Si las isobaras, supongo que serán las isobaras, indican un temporal de nieve modelo San Petesburgo, hacen bien los científicos en avisarnos a nosotros y a los políticos. Pero sumir cada semana en una alerta de variados colores puede convertir las palabras de los institutos metereológicos en una réplica de la fábula de Pedro y el Lobo.