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A PUERTO RICO (CANTO ELEGÍACO)

A Puerto Rico se le conoce como “La Isla el Encanto”. Se cuenta que a medida que las iban descubriendo, Colón y su gente se derretían de admiración a la vista de las doradas playas y las verdes islas y decían de todas que eran como “perlas de los mares”. Con el tiempo, Cuba se adueñó de la admiración y se hizo llamar “La Perla de las Antillas”, por antonomasia. Pero seamos justos. Las Bahamas y La Española y Cuba y Puerto Rico y el collar de islitas hacia el sur, todas eran perlas. Pero las perlas se fueron licuando y se volvieron lágrimas. (Las verdaderas perlas de nácar, las que se forman en el interior de la concha de algunos moluscos, fueron descubiertas pocos años más tarde y a espuertas en aguas de Darién, Panamá).

“Sueños” y lágrimas corren cogidos de la mano en las calles del “Viejo San Juan”. Ni los muros del Morro tostados por el salitre y el sol ni los adoquines azulados de la Calle San Sebastián ni las arenas doradas de Luquillo ni el manto verde del Yunque ni la simas del Río Coamo ni el Cerro Maravilla atalaya y vigía del Mar de las Antillas merecieron nunca que les hicieran llorar. Pero -y lo digo con pena- hoy toca llorar. ¿Por qué lloras, Puerto Rico?

La historia no es muy larga. Apenas sobrepasa los quinientos años, de los que cuatrocientos vivió bajo la égida (del griego aigidos, escudo confeccionado con piel de cabra, protección) de España y las restantes bajo la de Estados Unidos. Ninguna de las dos égidas han sido, de hecho, una verdadera protección, como fue en la mitología griega la que diera seguridad a Júpiter y a Minerva. Nunca Puerto Rico fue objeto de una atención esmerada por parte de España. Su posición geográfica como primer puerto en travesía de Europa a América, el último por consiguiente de América a Europa, era razón suficiente para que lo fortificaran. En 1589 comenzó a construirse el Castillo de San Felipe del Morro. Hasta dos siglos más tarde, los únicos relatos interesantes que se originan en Puerto Rico son los ataques de piratas y corsarios y las correspondientes defensas de la ciudad y el puerto de San Juan. En uno de ellos, en el que los holandeses estuvieron a punto de adueñarse de la ciudad en 1625, un acto heroico del donostiarra Juan de Amezquita, capitán de las milicias hispanas, acompañado de 50 hombres, la salvó. (En el monumento – homenaje que conmemora el hecho, erigido en la campa del Morro, se lee “capitán puertorriqueño”. Un descuido comprensible).

En 1810, cuando en las colonias españolas de tierra firme se producían ya las primeras ebulliciones pro independencia, en Puerto Rico fue elegido Ramón Power para que lo representara en las Cortes de Cádiz. Despidiéndose de su patria en una misa en la catedral de San Juan, su amigo el obispo Juan Alejo Arizmendi, hijo de padre hondarrabitarra, le entregó su anillo episcopal en señal de la estrecha amistad que los unía y le pidió que nunca olvidara a sus hermanos puertorriqueños, que defendiera sus derechos. Fue cuando se oyó por primera vez llamar puertorriqueños a los nacidos en la isla caribeña. Entre sus recomendaciones, una se refería a la creación de una Universidad y las otras a que se atendieran los caminos y el transporte públicos, y que se dotara a la isla con agricultura, comercio e industria adecuadas. Quedaba todavía colonia para rato en Puerto Rico.

A mitad de siglo, según el censo realizado en 1860, Puerto Rico contaba con 583.308 habitantes. El 52% eran “europeos”, es decir blancos y el resto, 48%, “hijos de esclavos traídos de África, mulatos o mestizos”. ¿No suena a lenguaje peyorativo?. El 83% del total eran analfabetos. España había ido perdiendo en cruentas guerras, al grito de Libertad y Soberanía, todas las colonias en tierra firme de México a Chile y Argentina más la República Dominicana en aguas del Caribe. A mediados del siglo XIX solo le quedaban Cuba y Puerto Rico de las que no quería desprenderse en forma alguna. Estados Unidos ofrecía comprarlas no solo por su riqueza centrada en el azúcar y el café, sino por la fiebre expansionista-imperialista contenida en la Doctrina Monroe que, condensada, significa “América para los Americanos”. (¿Por qué, madre, los norteamericanos se hacen llamar “americanos”, como si lo fueran ellos solos?). Tanto Cuba como Puerto Rico “gritaban” – “Grito de Yara” en Cuba, “Grito de Lares” en Puerto Rico-, se alzaban y luchaban por su independencia. Cosechaban cárcel, tortura y sangre.

En el mes de enero de 1898 y sin previa comunicación, el acorazado Maine fondeó en la bahía de La Habana. Días más tarde, explotó y se hundió llevándose consigo tres cuartas partes de la tripulación, sobre 250 hombres. Nunca se supo quién provocó la catástrofe o si ésta se produjo sin intervención o por descuido humano. Estados Unidos atribuyó a las autoridades de la colonia el hundimiento y exigió la retirada inmediata de España de las dos islas. Naturalmente, España respondió que ¡Narices! y se pasó a matar más gente en la guerra que vino a conocerse como “la Guerra Hispanoamericana”, que, menos mal, fue de corta duración. El día 10 de diciembre del mismo año se firmó el Tratado de París por el que Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam pasaban a ser posesiones de Estados Unidos. Filipinas reaccionó declarando guerra al gigante. Cuba se sacudió a los cuatro años el yugo norteamericano. Puerto Rico se doblegó.

La posición estratégica que ocupaba Puerto Rico en el Mar de las Antillas, la posibilidad de vigilar el acceso al canal de Panamá, era mucha tentación, tanto militar como comercial, para la potencia emergente de los Estados Unidos. De manera que tan pronto decidió dónde, estableció en el extremo oriental de la isla la base naval de Ceiba, privilegiado suelo para una base. Más adelante, cuando se desarrolló la aviación y ésta se hizo imprescindible para guerrear con éxito, construyó en el extremo occidental la base aérea “Borinquen” en Aguadilla. La ocupación de la isla fue esencialmente militar. Nunca Estados Unidos ha perdido la cabeza en resolverle a Puerto Rico asuntos políticos, económicos o sociales. Su “ocupación” militar tenia que ser compensada de alguna manera, eso sí lo entendió. Y para eso estaban sus dólares. Impuso, como la cosa más natural del mundo, su bandera, su moneda y su lengua. ”Aquí mando yo”.

No podía faltar una Ley para guardar las apariencia democráticas y a falta de una hubo dos. De hecho, Puerto Rico se gobernó del 1900 al 1917 por la Ley Foraker y posteriormente por la Ley Jones. Los tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, estuvieron atendidos desde el primer día. El Gobernador sería nombrado por el Presidente y aprobado por el Senado cada cuatro años. Estaría asesorado por equis número de nativos y de estadounidenses. Igualmente el Legislativo y el Judicial funcionarían bajo reglas y normas dictadas por Washington. Se establecieron aranceles comerciales y se le dotó a Puerto Rico una Marina Mercante. Todo muy bonito en el papel. En la realidad, todo una chapuza. Ejemplo: el lenguaje. Al principio trató de imponerse el inglés en las escuelas y fuera de ellas. En vista de que así no funcionaba la cosa, se oficializó el bilingüismo y a la postre, hoy 2016, en Puerto Rico la inmensa mayoría del pueblo sólo habla el idioma español. Y como se dice la lengua, mil asuntos más, todo lo que viene a constituir la idiosincrasia, el alma, del pueblo.

En el año 1917 se concedió a todos los nativos en Puerto Rico, existentes y por venir, la ciudadanía norteamericana. Una ciudadanía a medio pelo, porque sí le permite residir en territorio continental en igualdad de derechos y viajar por todo el mundo con pasaporte norteamericano, pero no le permite votar para elegir Presidente a menos que resida en alguno de los 50 Estados del los Estados Unidos. El primer gobernador de Puerto Rico nacido en la Isla pero educado en universidad del Norte, fue Jesús T. Piñero y fue nombrado en 1946 por el Presidente Harry S. Truman, no por su pueblo. Dos años después, Washington concedió a los hijos de Borinquen el privilegio de elegir su propio gobernador y eligieron a Don Luis Muñoz Marín, hijo de Don Luis Muñoz Rivera, prolifero poeta, escritor y político. Estrenaban el Estado Libre Asociado y los hijos de Borinquen respiraron hondo y felices, creyendo que les sería dado gobernarse de ese día en adelante. El ELA sonaba muy bonito, pero era una pura entelequia. Recuerdo cómo, cuando de paso para La Habana en 1952, recién ordenado sacerdote, puse por primera vez mis pies en suelo puertorriqueño, una señora, nieta de emigrante navarro, nos mostró San Juan y nos paseó por la carretera hacia Caguas y nos decía, orgullosa, que Puerto Rico era como un escaparate abierto a los pueblos sudamericanos para que vieran y aprendieran cómo era que vivían los pueblos amigos de los Estados Unidos.

Luego me ha tocado vivir en Puerto Rico cuarenta años. Aprendí a amar su tierra y su gente. (“Y como amar es sufrir, también aprendí a llorar” ,Gabriel y Galán). Pero no me he sentido orgulloso de nada. Yo no sé qué nombre tiene la enfermedad que padece la “Isla del Encanto”. Pero he podido observar algunos de sus síntomas. El primero y más grave se llama “Dependencia”. Política, económica, cultural y psicológicamente, depende, cárcel de libertad, se siente atada. No ama porque no se siente amada. No quiere, sin embargo, desamarrarse de los Estados Unidos. La soga que la amarra tiene también su nombre, se llama “dólar” . Washington estableció una cuota mensual para que pudieran sobrevivir los que no tuvieran trabajo o empleo. Se le conoce como “Mantengo”. Y ciertamente ha creado una rara especie de “mantenidos” que viven sin trabajar. La tierra es fértil y rica, podría producir mucho más de lo que produce, pero hay que trabajarla. Se montaron industrias, con capital privado norteamericano por supuesto, muy buenas, farmacéuticas y alimentarias principalmente, pero desconozco por qué, bastantes de ellas se han ido cerrando. Y la isla languidece.

La política o la politiquería ejercida desde mediados del siglo pasado por sus dos partidos mayoritarios, el Partido Nuevo Progresista (PNP) y el Partido Popular democrático (PPD), es otro de los síntomas. Los novoprogresistas sueñan con dejar de ser la colonia que siguen siendo para pasar a ser la estrella quincuagésima primera, la 51, de la bandera norteamericana, Estado pleno de los Estados Unidos. Los populares no saben lo que quieren. Y los que quisieran que Puerto Rico fuera una República Independiente, los independentistas, son -somos- apenas in 5%, muy soñadores también ellos. Unos sueñan despiertos y otros sueñan dormidos, todos sueñan.

El síntoma de la deuda pública y la incapacidad de remontarla a menos que el Senado de Washington baje a servir de albañil y tape con sus dólares los agujeros -cosa que ¡quiá!-, es el cuento de nunca acabar o el “cuento del pollo pelao”. Ni p´alante ni p´atrás. A Estados Unidos le gustaría desprenderse de Puerto Rico y no sabe cómo hacerlo con justicia y dignidad. En la isla, los profesionales y la juventud preparada y cuantos pueden, abandonan a marchas forzadas su país y se mueven hacia el Norte. Puerto Rico es un barco a la deriva. Ciertamente, tiene por qué llorar…

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Sobre el autor

Exsacerdote, excapellán de condenados a muerte, exmisionero por tierras de América. Vivo retirado con mi familia en Atlanta, EE. UU. El retiro viene a ser para mí algo así como un observatorio y un taller de montaje de palabras.


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