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FIDEL CASTRO, “EL CABALLO”

En las montañas de papel que se han escrito sobre Fidel Castro y su paso por la tierra, en el montículo que he podido leer de todo ese papel, mejor dicho, no me he topado con “El caballo”, apodo con que se le designaba en Cuba al “Comandante en jefe” en los años 59 y 60, no sé si también más tarde. Me viene a la mente el caballo de Atila que iba por ahí y no volvía a crecer hierba donde él hubiera pisado. Me viene también a la mente la gran charada (adivinanza, acertijo) cubana cuyo número 1 decía: “el caballo”. Fue en la Sierra Maestra donde de seguro alguno de los comandantes jugador de charadas, queriendo expresar ¡el Máximo!, ¡el Primero!, le dijo “Caballo” a Fidel y acertó. ¡Mala suerte le trajo a Cuba jugar al # 1 de su Charada!

¿Se merecía Fidel tanta tinta? Unos se han desorbitado en elogios y otros en denuestos. Cada uno siguiendo sus propios personales criterios e intereses. Habrán tenido todos sus razones para decir lo que han dicho. A unos y a otros les hubiera venido bien, creo yo, un poco de comedimiento o freno en la punta de sus dedos al posarlos en el teclado. Pero lo hecho hecho está, lo dicho dicho está y lo escrito escrito está. Hasta que el viento de la historia se lleve todo a los confines del olvido.

También yo quería y pensaba participar en “la danza del muerto”. ¿Pero queda algo por decir?, me pregunto, ¿para qué echar más leña al fuego?. Sin embargo, no resisto la tentación. Voy a narrar dos experiencias que me tocaron vivir en solitario. Son sólo mías y por eso es que nadie las ha podido escribir. Una de ellas la conocen ya los que hayan leído mi librito “A la medianoche”. La otra no recuerdo haberla volcado en un papel para su publicación.. Acaso sí, no lo recuerdo.

El día 1ª de enero de 1959, yo era párroco de Casa Blanca, el barrio habanero, pobre, marginado, al otro lado de la Bahía. Dentro de su jurisdicción quedaban el Morro y La Cabaña. Hoy son centros turísticos, pero por aquellos días eran campamento y prisión militar al mismo tiempo. No fue pues como turista que yo vine a conocerlos. Subía todos los domingos a decir misa en la capilla del campamento militar. La dictadura lo permitía de muy buen grado. En cambio, nunca me permitieron visitar la prisión. Me mentían que no había presos. Aunque sentía repugnancia y escalofríos al sólo imaginarme como capellán de una cárcel militar, lo hubiera tenido que hacer porque entraba dentro de mis deberes.

En parte por curiosidad y en parte por protocolo, el Día de Reyes, 6 de enero, subí a La Cabaña con intención de acercarme a la residencia del Comandante, a ver si tenía suerte y encontraba al Che Guevara. Me sorprendió no que me recibiera sino la simpatía y la efusión con que lo hizo. Charlamos sobre una hora larga. Me dijo que nones, ni se le ocurra pensar en ello, a la misa. A la cárcel, a ver y a hablar y a consolar a los presos sí, cuantas veces se me ofreciera y a la hora, día o noche, que quisiera. Y sonriéndole maliciosos los ojos, Prepárese que le vamos a dar trabajo, mucho trabajo. Entre otras muchas cosas me habló de tribunales y juicios revolucionarios. Y también de ejecuciones en el paredón.

Comencé a visitar todas las mañana, hacia las 10.00, la cárcel. En cuanto pisaba el cemento del patio, sentía en plena cara la bofetada del rechazo de la mayoría de los presos. Como si leyeran mis pensamientos y sentimientos más íntimos. Tenían razón, no era de los suyos. Un grupo reducido me aceptaba bien. Pero aún con ellos el diálogo decaía en cuanto acababan las noticias del día: qué se respiraba en la calle, cómo respondía el mundo a la huida de Batista y el advenimiento de la revolución. A sabiendas de que se avecinaban para ellos días muy oscuros, de que los tribunales revolucionarios se abrirían pronto, de que el primer juicio en el nuevo coliseo deportivo tenía ya fecha, 28 de enero, me apresuré a organizar una especie de misión a cargo de los Padres Paules y Monjas de la Caridad. Con conocimiento y autorización del Che, por supuesto. ¿Sirvió de algo? No sabría responder. De mucho no, desde luego.

El juicio de Jesús Sosa Blanco, Pedro Morejón y Luis Ricardo Grau en un Palacio de los Deportes medio vacío, quizás porque era televisado, resultó un fiasco, una auténtica chapuza. Lo que pretendía ser un juicio modélico vino a ser una vergüenza para quienes lo montaron. No volvió a darse de hecho ni un solo juicio más con entrada libre al público y con la televisión pública presente. El juicio había comenzado a la caída de la tarde y a la media noche fue suspendido por orden de la plana mayor revolucionaria, Fidel Castro, Camilo Cienfuegos, el “Che”, Raúl Castro , que lo seguían por televisión. Me lo dijeron al día siguiente en la oficias de la Auditoría Militar de La Cabaña. Me lo dijo el capitán Miguel Angel Duque Estrada, jefe de la oficina.

Aquella noche, como a las dos de la madrugada, se estrenó la que vendría a conocerse como “La Galera de la Muerte”. Un reducto oscuro con cuatro celdas cuya puertas de barrotes daban a un pasillo con un ventanuco al fondo, en el que pasaban sus últimos días los condenados a muerte. En un espacio en el que doce personas apenas podrían moverse, se apretujaban el doble en ocasiones. Entre sentencia de muerte y fusilamiento transcurrían normalmente unos cuatro o cinco días, a veces más, hasta que el tribunal de apelación, presidido siempre por el Che, ratificara la sentencia. Todas las noches “la Galera de la muerte” se convirtió en espacio de encuentro y charla de amigos. En ella nos comunicábamos animosamente, fumábamos, me hacían preguntas y yo respondía guardándome entre pecho y espalda lo que les pudiera molestar. Luego, a petición de Luis Ricardo Grau la primera noche y con la anuencia de todos el resto de las noches, rezábamos sin prisas un rosario explicado. Luego yo daba una vuelta por las salas de los tribunales y a la hora prevista regresaba a la galera para acompañar al paredón a los señalados para ser fusilados esa noche.

En otros puntos de la Isla ya en el mes de enero se habían producido muchos fusilamientos. En Santiago de Cuba, a la órdenes de su Comandante Raúl Castro, entre una media tarde y la medianoche fueron juzgadas, condenadas y fusiladas ¡82 personas! En La Cabaña el primero fue Pedro Morejón a mediados de febrero. Mientras viva, se mantendrán vivos en mi recuerdo los detalles de aquella noche. Y los de otras muchas. Noches que cayeron sobre mi alma como un otoño frío y ventoso que se llevó consigo, como las hojas de un árbol, las ilusiones y esperanzas que yo había depositado en la revolución.

Cuando llegó la Semana Santa sentía necesidad de descansar. ¿Y si pidiera al Che Guevara que cesaran los fusilamientos en memoria de la Pasión y Muerte de Cristo? Nnnnno, me dije, al Che no debe decirle nada la Semana Santa. Mejor voy a dirigirme a Fidel. El lunes, terminada la misa en la parroquia de Casa Blanca, llamé al teléfono de Duque Estrada. Capitán, ¿podría averiguarme dónde se encuentra esta mañana Fidel Castro? Quiero ir a saludarle. Al poco rato, me llamó él. Ha dormido en el Número tal de la Calle tal del Vedado. Si va temprano, me dicen, seguro que le encuentra ahí. Una hora más tarde estaba llamando a la puerta. Me la abrieron dos milicianos. Entiendo que el Comandante Fidel se encuentra aquí. Soy el párroco de Casa Blanca, me gustaría hablar con él. Pase, espere un momento. Y ciertamente, no fue mucho más que un momento lo que tuve que esperar.

Se encontraba ya trabajando en una habitación habilitada para oficina en el piso de arriba. La mesa abarrotada de cartapacios, de papeles, de folletos y libros. No me acuerdo de si se levantó o no de su asiento para darme la mano. Tome asiento. Y sin más comenzó a hablarme de la Reforma Agraria cuyo borrador preparaban esos días. El mismo Fidel de los discursos ante las cámaras de televisión, como si se estuviera dirigiendo a centenares de personas. Que si los propietarios antiguos, que si los nuevos, el monocultivo y el pluricultivo, el azúcar, el tabaco, el café, el arroz, los granos, las hortalizas, las ganaderías, las granjas de aves, el cuento de nunca acabar. Comenzaba a darme vueltas la cabeza. Por fin, se detuvo. Bueno, padre, ¿y qué es lo que le trae aquí? En el torrente de su verborrea se me habían olvidado las frases que llevaba preparadas. Pues verá, Comandante. Acaso le haya informado el Comandante Guevara. Soy el párroco del Barrio de Casa Blanca, al pie de La Cabaña, y asisto como tal a los condenados a muerte cuando son conducidos al paredón. He pensado que estos días de la Semana Santa nos basta con un muerto, el de la Cruz, y que deberían suspenderse los fusilamientos. ¡Qué fue eso, Dios mío!. Ni que le hubiera escupido a la cara, a sus barbas. Parecía que iba a comerme vivo. Me asusté, cierto que me asusté, y sin pensarlo dos veces, me levanté del asiento. Perdone, Comandante, perdone, ya me voy. Y me retiré sin más.

A la mañana siguiente me esperaba Duque Estrada a la puerta de su oficina. Fidel había llamado para dejar saber que esa semana, por ser Semana Santa, no abrieran las salas de juicios ni se fusilara a nadie. ¡Sinvergüenza, más que sinvergüenza! Se hacía pasar ahora como el católico educado en colegios religiosos, La Salle en Santiago de Cuba y Belén de los Jesuitas en Marianao, respetuoso con las tradiciones cristianas.

A finales del mes de mayo abandonó La Cabaña el Comandante Ernesto “Che” Guevara. Mientras él fue jefe del Campamento Militar fueron fusilados en su paredón, en el Foso de los laureles, 55 hombres. No son ciertas las cifras que se han solido dar y no vale que los números vayan acompañados de nombres. Yo viví aquello y sé lo que digo. Que en la Sierra Maestra, que en la Sierra del Escambray, que en Santa Clara … No sé, yo no estuve en esos lugares. Yo hablo de La Cabaña únicamente.

Hacia mediados de año podía observarse un como nerviosismo en la Iglesia, en su jerarquía, el clero y el laicado. No sé de quién o de qué sector surgió la idea de celebrar un Congreso Católico a finales del mes noviembre. Algunos tuvimos la impresión de que habría encuentros de diálogo, una Carta Pastoral de los Obispos, conferencias, algo que respondiera a la tensión, unos a favor otros en contra a todos los niveles, claramente observable. El Congreso Católico, como todas las medallas, las religiosas igual que las académicas y las deportivas, tuvo dos caras. En una de ellas, se vio a las cuatro Ramas de la Acción Católica, la vanguardia de laicos junto con la Juventud Obrera Católica (JOC), de la Iglesia, cambiar sus cuadros directivos. En la otra, la más llamativa y sorprendente, sin duda una conmoción nacional, una veintena larga de procesiones, antorchas en alto, iluminaron y cubrieron La Habana de cantos y plegarias, camino a una concentración multitudinaria en presencia de la imagen de la Virgen de la caridad del Cobre traída para esa noche de su Santuario en la Provincia de Oriente. Las procesiones confluyeron todas en la Plaza José Martí a la medianoche.

(Ya por esos días la Plaza comenzaba a cambiar de nombre para llamarse hasta el día de hoy Plaza de la Revolución. Ironías de la vida: la enorme columna o monolito o faro o como se le quiera llamar en la cabecera de la plaza y a cuyos pies celebró Fidel sus grandes concentraciones en los largos años de su “reinado” y el pasado miércoles la capital del País despidió sus cenizas, no es obra de la revolución sino de la dictadura de Fulgencio Batista). La noche del Congreso Católico y en dicha plaza me vi por segunda vez cara a cara con Fidel Castro.

Resulta que el estado mayor de la revolución, Fidel y sus más allegados comandantes, habían sido invitados por el Arzobispo de La Habana para que asistieran al acto. Desconozco si se había encomendado a alguien que los atendiera cuando llegaran y los acompañaran durante el acto. Estoy seguro de que no se les había reservado un espacio en la tribuna, a un lado por ejemplo del altar, y mucho menos que se le hubiera invitado a Fidel a hacer uso de la palabra. Hubiera sin duda tratado de robarle el show a la mismísima Virgen de la Caridad. Se dijo que el Comandante en Jefe no pensaba asistir, que se encontraba con su gente en el séptimo piso del Ministerio de Agricultura, aledaño a la plaza, y que sólo al ver las dimensiones que el acto iba adquiriendo, decidió bajar y hacer acto de presencia. El caso es que llegaron, que en medio de la algarabía de la multitud nadie advirtió su presencia, que nadie salió a atenderles y que instalaron a ras de piso a una lado de la tribuna.

Yo me encontraba en el espacio reservado al coro, en la tribuna justo arriba de Fidel y su comitiva de unos seis comandantes de segundo nivel, Juan Almeida y Victor Bordón Machado entre ellos. Sin decir nada a nadie, bajé de la tribuna y me dirigí a saludarles. Les tendí la mano. Había que gritar para hacerse entender. La muchedumbre, aleccionada desde los altavoces, vociferaba acompasadamente “¡Caridad, Caridad, Caridad!”, saludando a la Virgen que en ese momento era colocada en su plataforma. De pronto, Fidel rompe su silencio y grita: ¿Qué caridad y caridad? ¿Y la justicia para cuándo? No se dirigía a nadie, simplemente gritaba al aire. Tonto de mí, me planté delante de él y, mirándole fijamente, le respondí: Comandante, nacieron para caminar juntas. Ni caridad sin justicia ni justicia sin caridad. Como un rayo, Juan Almeida se interpuso entre los dos. Padre, retírese, por favor, déjenos tranquilos. Está bien, le respondí, y me retiré.

Si a alguien le interesa qué he pensado siempre y qué sigo pensando acerca de Fidel, puede adquirir el libro “A la medianoche”. Cuento en él lo que me tocó vivir y sufrir en Cuba en el 1959 revolucionario. Como si un caballo me hubiera pisoteado bajo sus cascos. El mismo caballo que se paseó arriba y abajo sobre Cuba y no dejaba que la hierba volviera a crecer donde pisaba. Igual que el caballo de Atila.

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Sobre el autor

Exsacerdote, excapellán de condenados a muerte, exmisionero por tierras de América. Vivo retirado con mi familia en Atlanta, EE. UU. El retiro viene a ser para mí algo así como un observatorio y un taller de montaje de palabras.


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