Pensando en el libro de Bill Bryson En casa, que le regalé al Hombre Sabio hace unos meses, me ha parecido interesante hacer una descripción del espacio en el que paso gran parte del día aquí: mi casa. Hay cosas que ya conocéis, pero he creído conveniente recopilarlas porque, como sabéis, el modo de estructurar, distribuir o acondicionar una vivienda puede diferir notablemente de un país a otro, y nos da pistas sobre la organización de la propia sociedad.
En Palo Alto, vivo en un edificio de dos pisos, de madera. Delante hay un pequeño jardin, una estrecha acera y una carretera de un carril. Al otro lado de ésta, exactamente lo mismo. Lo primero que destaca al entrar en mi apartamento son sus paredes amarillas, que contrastan con la carpintería blanca (un sueño cumplido). También las ventanas tamaño Jumbo, que la dotan de luminosidad (soy consciente de que esto parece un anuncio de inmobiliaria, pero nada más lejos de la realidad). Unas ventanas enormes, como decía, y sin persianas. Porque por aquí no tienen ni idea de lo que es eso. En su lugar, unos estores metálicos a los que me costó horrores acostumbrarme. Pero ahora los considero una gran ventaja. Quiero decir que, si venden un despertador que cuesta un dineral sólo porque simula la luz natural al despertarse… pues yo lo tengo gratis. Eso sí, a la hora en la que al sol le de la gana. Pero a caballo regalado… Por cierto, que lo que sí tienen estas ventanas son mosquiteras fijas, que probablemente serán muy útiles para evitar que entren insectos a casa, pero que impiden gestos tan habituales como sacar la mano por la ventana para comprobar si llueve, o actividades lúdicas del tipo lanzamiento de escupitajos por la ventana (algo que yo nunca haría).
En mi casa la lavadora está fuera del apartamento, escondida en un armario del pasillo, junto a la secadora. También he tenido que olvidarme de la idea del tenderete (cosa que no viene mal cuando se trata de espacios reducidos). Así que cada semana (como mínimo) salgo con mi cesta de Ikea repleta de ropa sucia a explorar el terreno. A veces, como es normal, los vecinos la están utilizando, así que toca arrastrarla de nuevo hasta casa y volver más tarde. No os preocupéis, no es tan tedioso como parece; de hecho, está muy bien porque aprovecho para hacer ejercicio de brazos. Igual que lo hago al abrir las ventanas, de abajo arriba, con ambas manos y a veces incluso con cuatro (ya os he dicho que son grandes).
También hay un detector de humos, que tiene la precisón de un reloj suizo (manido, pero no se me ocurría nada más preciso). Cuando llegué, con la inexperiencia, me ponía a usar la sartén con alegría, sin pensar en lo peligroso que podría llegar a ser freir unas pechugas, hasta que el detector se puso en marcha un día y casi tuvieron que llevarme a urgencias. No por el fuego -que no había-, sino por el susto. Además del pitido insoportable de un principio, al minuto empezó a salir del aparato una voz de mujer que gritaba: “¡Fuego, fuego!”. Tratando de desconectarlo, sin éxito, el detector se me cayó al suelo. Creí que la pesadilla había terminado , pero la mujer empezó a gritar otra vez. Desesperada, le quité una pila. Seguia sonando. ¿Alguna vez habéis tratado de ahogar con la almohada a un detector de humos? Ahora ya tengo mi estrategia: antes de cocinar abro la ventana de la cocina y enciendo el ventilador del baño. Si la cosa se pone intensa en los fogones, me lanzo a por las ventanas del dormitorio (que en realidad están en el mismo espacio porque no hay tabiques, pero a mí me gusta nombrarlos de manera individual). Todo controlado. A los cinco minutos deja de sonar.
Otra cosa que me sorprendió al llegar fueron los grifos que, aunque lo parezca, no se abren tirando hacia arriba, sino hacia los lados (sí, si lo haces mal pueden llegar a romperse). Y la alcachofa de la ducha… ¡no se puede sacar! Está perfectamente integrada en los azulejos de la pared. Así que nada de lavarse sólo el pelo. Aquí si te vas a duchar, hay que hacerlo en serio. Aunque no creo que sea lo más práctico para una persona con problemas de movilidad… (Tampoco pasa nada porque dicha persona ni siquiera podría acceder a esta casa si, por ejemplo, va en silla de ruedas. Primero, porque todo son escalones, y segundo, porque no pasaría por ninguna puerta). Pero, si os parece, dejemos este asunto para tratarlo en profundidad en futuras entradas.
Mi casa también tiene un jardin trasero con una barbacoa, una mesa redonda y algunas sillas. No soy lo que se dice ‘un mujer de barbacoas’, pero tengo ganas de pasar un domingo típicamente californiano, con vasos de plástico y palitos de verduras untados en salsa Dip, tostándome al sol mientras el Científico prepara unas hamburguesas veganas de agricultura orgánica. También tengo un porche (que no es lo mismo que un Porsche) y buzones en la calle, de esos que llevan tapa. Y cubos de basura sólo para los vecinos. En mi casa también hay, por supuesto, un desván que compartimos los vecinos del piso de arriba y en el que guardamos los trastos y ponemos setas a secar. Y un espacio habilitado para dejar las bicicletas, ese sí con la puerta cerrada y una clave para abrirla automáticamente. En la entrada hay timbres para cada uno de los apartamentos, pero resulta que no tienen el número puesto, así que no sabemos cuál es cuál. Tampoco importa demasiado, porque la puerta suele estar abierta casi siempre. Además, los de Amazon, por ejemplo, ni siquiera se esfuerzan en jugar al juego de los timbres y adivinar; simplemente dejan las cajas en el porche de las casas, sin avisar a nadie. ‘Hor konpon!’, que diríamos nosotros. Algo así como ‘arréglatelas tú’, en este contexto.
He vivido en unas cuantas casas a lo largo de mi vida -unas doce, si no recuerdo mal-, y ninguna se parecía a ésta. Me resulta curioso, por un lado, lo clara que es la traslación del individualismo de esta sociedad al lugar de residencia (casa individual, jardin individual, cubo de basura individual,…). Pero al mismo tiempo, veo un ambiente de compañerismo y una capacidad de compartir entre los miembros de la vecindad no propio de una sociedad como la nuestra, por ejemplo. Es la percepción del vecindario como esfera de seguridad. Si estás dentro de ella, estás a salvo y todos te ayudarán. Si vienes de fuera, ni se te ocurra acercarte. Aunque la puerta esté siempre abierta.