Me paseo por Palo Alto siempre con mi cuaderno bajo el brazo (en realidad, suelo llevarlo metido en el bolso, pero quedaba más literario así). Estoy convencida de que a nadie le interesaría robármelo, pero para mí tiene un valor incalculable. En él escribo cada día mis Daily Tales. Y desde que llegué, ya he llenado unos cuatro.
Porque yo soy de las que escriben a mano. Y no por darle ningún halo de intelectualidad al asunto, no me siento más unida a Hemingway por encenderme un pitillo mientras lleno páginas a velocidad de vértigo en un Café. Simplemente, me cuesta mucho hacerlo de otra forma. Con los años, quienes escribimos habitualmente vamos adoptando ciertas costumbres (o manías, incluso supersticiones) de las que nos cuesta mucho salir. Incluso los grandes dan fe de ello: Gabriel García Márquez escribe descalzo, con la habitación a una temperatura determinada, y siempre con una flor amarilla en su mesa; José Saramago nunca escribía más de dos folios al día; John Steinbeck siempre escribía a lápiz; Pablo Neruda utilizaba tinta verde*;… (Ojalá que, además de sus manías, se nos pueda pegar aunque sea un poco de su infinito talento).
A mí, personalmente, me gusta escribir en bares. Un café o una copa de vino y las conversaciones de la gente a mi alrededor. Voces que se van disipando cuando abro el cuaderno. Pero sé que están ahí, y que yo he conseguido generar mi propio mundo en medio de todo ello. Es la atmósfera más propicia para mis relatos. No aguanto la soledad del hogar, esa tranquilidad, ese silencio. Esa no soy yo, yo soy un barullo y por eso es el terreno en el que mejor me muevo y en el que no me pierdo.
También prefiero escribir con tinta negra y en hojas con líneas impresas. Una de las camareras vietnamitas con las que tan bien me llevo me dijo un día que le encantaba lo recta que estaba mi letra en el papel. No tiene mérito, es que el cuaderno tiene las líneas dibujadas- le aclaré. “No, lo que pasa es que escribes muy recto, y es por eso que eres una escritora de verdad”. No me gusta escribir por las mañanas, porque mi cabeza necesita unas horas para asentarse en su lugar y ser capaz de sugerirme ideas a un ritmo en el que mi mano sea capaz de seguirlas y plasmarlas en el papel. Pero tampoco por la noche, porque a esas horas sólo llegan pequeñas luces que hay que tratar de atrapar al vuelo por si al día siguiente siguen teniendo el mismo valor. A veces resulta que no eran nada. Pero a veces son las mejores ideas. Como decía, son sólo manías, costumbres, supersticiones, que creo que todos los que disfrutamos escribiendo podemos compartir. Eso sí, cuando se trata de trabajo, se escribe donde quiera que se esté, porque es la única forma de que lleguen las musas. Trabajando.
Y si en Europa esto de escribir en público en locales públicos tiene una pátina de bohemia e intelectualidad -cosa que a una servidora le hace sentir incómoda a menudo-, por aquí es simplemente algo pasado de moda. Y es que aquí la gente no va a los bares a hablar sino a escribir, pero con su Mac delante. Escribir correos electrónicos, power-points, presupuestos, comentarios en Facebook,… Así que más de una vez me han llamado la atención, principalmente las personas de más edad. ¡Oh! ¿Escribiendo en un cuaderno? Hacía años que no lo veía. ¡No dejes de hacerlo!”. Pero hay un hombre en el Café Epi (uno de mis lugares predilectos para escribir a mediodía) que me hace sentir menos bicho raro. Cada día, aparca su coche descapotable delante del local y escribe durante un rato dentro del vehículo. Luego sale, con un refresco en un vaso de plástico -sus botas camperas, sombrero de cowboy y abalorios de plata y turquesas-, y se sienta en una mesa de la terraza a escribir durante horas, en una libreta raída y llena de papelajos arrancados de algún otro lugar.
Un día de sol yo también decidí sentarme en la terraza y le faltó tiempo para preguntarme. “¿Qué es eso que escribes? ¿Tu diario?” Sí, bueno, una parte es eso, otra parte es para un blog que escribo sobre mi vida aquí…”¡Ah! Es raro ver a gente escribiendo a mano en estos tiempos. Especialmente alguien tan joven como tú. Ahora están todos siempre con su ordenador…” -que conste que lo de ‘tan joven como tú’ es una cita textual-. ¿Y tú? ¿Qué escribes? “Bueno, este es mi diario. Pero lo que más escribo es poesía. He sido profesor de literatura en el instituto desde que tenía 19 años, y me acabo de jubilar. Así que ahora me dedico a escribir por gusto, y puedo dedicarle todo el tiempo que quiera. Por cierto, ¿cómo te llamas?”. Nos dimos la mano y nos sonreímos, con la complicidad de dos personas que comparten un preciado secreto en medio de la vorágine de esta ciudad.
(* De Cuando llegan las musas y Las Bibliotecas Perdidas)