Abrí el ropero y en la puerta del armario estaba esa cosa oscura, inerte. Gracias a la ayuda del Científico, he aprendido a controlar las reacciones exageradas ante esos seres que aparecen en nuestras vidas de forma inesperada, sin que nadie los haya invitado. Así que, con tranquilidad, sin montar ninguna escena, me acerqué mejor y me percaté de que se trataba de un caracol enano. ¿Y cómo ha llegado hasta aquí? Probablemente montado en alguna seta, o agarrado a las hojas de acelga del mercado. La cosa es que ahí estaba, ese pequeño animalillo indefenso, en un edificio en el que no se aceptan mascotas.
¿Y si es todavía un bebé? ¿Y si todavía no sabe arrastrarse bien con su propio moquillo? Y no podemos bajarlo al jardín, con esas máquinas que aspiran las hojas de los árboles. ¡Sería una muerte segura! Así que decidimos adoptarlo, al menos hasta que creciera y pudiera valerse por sí mismo. “Será duro, pero en algún momento habrá que dejarlo volar”. Le construimos una casita dentro de un tupper ware en el que pusimos verduras de diferentes clases, ante el desconocimiento absoluto sobre qué come un caracol-mascota. También le echamos gotas de agua para darle esa sensación de humedad que parece gustarles tanto. Y esperamos. Los caracoles no son animales especialmente expresivos, así que al principio nos era difícil saber si sus constantes vitales estaban estables. Hasta que hizo ‘lo que tenía que hacer’. Y lo hizo abundantemente (os sorprenderíais de lo bien que les funciona la flora intestinal a estos animalitos).
Ya éramos felices. Habíamos formado una familia con Miricol (no, no trabajamos mucho en el tema del nombre). Y lo pasábamos muy bien los tres. “¿Sigue pegado a la tapa?”, “Míralo, ha sacado los cuernitos”, “Acuérdate de dejarle la ventana de la cocina abierta para que no pase calor”, “¿Le has humedecido la casa?”, “¡Mira! ¡Parece una pelota!”. Un día, juguetón, salió de su tupper ware y se quedó durmiendo en las zapatillas de deporte del Científico. “No puede ser. Esto significa que los caracoles no tienen olfato, aunque digan lo contrario”.
Puede parecer exagerado escribir sobre la vida con un caracol, pero darle los buenos días, desearle buenas noches, cambiarle la comida o simplemente ver en qué parte de la caja había decidido acomodarse, eran ilusiones cotidianas. Me hacía mucha compañía. Ayer dimos un paso más allá. Nos reunimos para hablar sobre él y decidimos –no sin el comprensible temor de cualquier ‘padre’- que algún día deberíamos dejarle pasear por la mesa de la cocina.
Pero esta mañana, cuando he ido a saludarlo, la tapa de su casa estaba abierta de par en par y Miricol ya no estaba. ¿Dónde habrá ido? Con lo feliz que parecía… ¿Qué hemos hecho mal? He tratado de encontrarlo durante todo el día, sin éxito. Ahora me cuesta andar por la casa con tranquilidad, incluso ponerme los zapatos es un suplicio. Porque tiemblo sólo de pensar que cualquier día de estos, mientras me esté calzando, notaré algo que me molesta y escucharé el temido crack. Cuando salgo a la calle no paro de ver caracoles por todas las esquinas. Dichosa primavera.