Tengo que decir que escribo estas palabras mientras me tomo un café en un bar en el que suena de fondo La Oreja de Van Gogh. Y es curioso esto de la distancia, porque escuchar al grupo donostiarra me provoca cierta nostalgia. Me lo ponen todavía más difícil para ser capaz de escribir algo racional en un día como este.
Recuerdo que, cuando me marché a la universidad, sin haber cumplido todavía los 18, viví un gran shock al comprender que, aunque tú te vayas, la vida sigue. Volvía cada tres meses y veía que las cosas habían cambiado y que mi ausencia se notaba cada vez menos, porque yo ya no formaba parte de la cotidianidad. Y diréis que claro, que por supuesto, qué cómo pude sorprenderme de que las cosas fueran así. Pero hay que tener en cuenta que entonces no existía Skype, ni Facebook, ni el Whatsapp… ni todas esas herramientas que nos hacen sentir más cerca a pesar de la distancia. Así que, cuando cambiabas de ciudad, la ciudad de la que venías se apagaba para ti y la nueva se encendía. Hasta que, por supuesto, con el tiempo asimilabas la realidad y no le dabas más vueltas porque, efectivamente, nadie es imprescindible y la vida sigue.
Ahora las cosas han cambiado mucho. Gracias a las herramientas de las que hablaba antes, a pesar de vivir a más de 9.000 kilómetros de casa, puedes enterarte de todo lo que pasa practicamente igual que si estuvieras allí. Y puedes incluso experimentar lo cotidiano, aunque sea a través de una pantalla o con fotos en baja resolución. Es una maravilla y hay que dar las gracias por ello a toda esta gente que anda por Silicon Valley, con la que tanto suelo meterme por otras cosas.
Pero no hay teconología que valga que sustituya a un abrazo. Y por eso la distancia es tan jodida. Porque, a pesar de estar al tanto de los últimos acontecimientos, no tienes la capacidad de besar y abrazar a una persona querida cuando está pasando por un mal momento, o cuando tiene una alegría. No puedes mirarla a los ojos y decirle que la quieres. No puedes coger su mano y sujetarla fuerte.
Ese es el verdadero horror de la distancia. El temor latente de que algo ocurra y no poder estar allí. La impotencia de saber que, muchas veces, aunque consigas recaudar el dinero y conseguir un billete de avión para el mismo día, no llegarás a tiempo. Y te ves aquí, con una taza de café en vaso de cartón, escuchando a La Oreja de Van Gogh y pensando que tu sitio está allí, con los tuyos. Y sólo esperas poder compensárselo cuando tengas la suerte de volver, y que todo el amor que sientes por ellos les llegue al menos a través de las ondas.