Nunca pensé que me vería alguna vez en el papel de profesora, y menos aún de profesora de idiomas. Y la verdad es que todavía me cuesta creérmelo, pero ya van pasando las semanas y esto sigue adelante. Una buena amiga, periodista de formación, igual que una servidora, me animó a enfrentarme a este reto y me proporcionó información fundamental para poder enseñar un idioma. Porque lo más importante no es enseñar la gramática, o las reglas ortográficas o la pronunciación -ojo, que también es muy importante- sino ser plenamente consciente de que estamos enseñando también una forma de ver el mundo, una cultura. Cuando estudiaba Antropología, una de las cosas que más me marcó fue la diferencia en el uso de palabras en función del contexto de las diferentes sociedades. Quiero decir, y simplificando, que hay lenguas en las que pueden tener más de cincuenta palabras para describir los artilugios de pesca, y en otras es posible que una palabra las englobe todas. Dependerá de lo poco o mucho que esa sociedad se dedique a pescar. Así que, cuando enseñamos una lengua, también estamos informando sobre el funcionamiento de nuestra sociedad. Y hay que tener cuidado de no adoptar actitudes etnocéntricas, a menudo naturalizadas porque ya se sabe que ‘lo nuestro es lo normal’.
En la clase colectiva que doy en Stanford, tengo un grupo de unas quince personas, de las más diversas nacionalidades. En efecto, es muy intersenate y enriquecedor; pero tengo que controlarme mucho. Porque me gusta hacerles bromas, inventarme juegos para quitar miedos e inseguridades, y por qué no decirlo, hacer un poco la ‘cabra loca’. Y la mayor parte de las veces se ríen y los veo disfrutar, pero también hay momentos en los que me miran con los ojos fuera de las órbitas. Como cuando me pongo a bailar para enseñarles -a mi manera- de qué va lo de la Feria de Abril. O cuando les hago gritar las respuestas para que descarguen energía y pierdan la timidez. Los alumnos de origen asiático (la mayoría de la clase) se sorprenden enormemente porque en nuestra cultura no pedimos perdón tanto como ellos. Y tampoco pueden quitarse de la cabeza la pesadilla de la ‘erre’, que tanto les cuesta pronunciar. Pero ponen tanto empeño que me dejan asombrada. Y ahora estoy sufriendo porque quieren escuchar canciones, cosa que me parece ideal, pero me he dado cuenta de que la mayoría de canciones en castellano tienen en su letra referencias a drogas, alcohol, sexo, policía, o todos estos juntos y en bis. Que hasta que no te pones a dar clase de lengua y cultura no eres consciente de lo golferas que eres, vamos. Y claro, tampoco es cuestión de herir sensibilidades…
Puede que quien no lo haya experimentado no me crea, pero en estos primeros pinitos como profesora he visto cómo, en tan solo unas semanas, los alumnos ya no son para mí sólo personas adultas que, igual que yo, han venido a vivir a Palo Alto desde diferentes partes del mundo. Ahora los siento como una parte importante de mi vida. Estoy orgullosa de ellos, me emociono con ellos, me cabreo conmigo misma cuando no soy capaz de explicarles bien un concepto… Y cuando la clase termina parece que me desinfle, y toda la energía que pongo con ellos se consume y ya no valgo para mucho más hasta el día siguiente.
Me dijo mi buena amiga M. que esto de enseñar engancha. Y va a ser que sí. Porque tiene algo en común con lo que me gusta del periodismo: relacionarse con personas y tratar de entenderlas. Enseñar un idioma en una clase internacional, si se plantea con humildad, es una manera ideal de compartir conocimientos y enriquecerse culturalmente. No hay día en el que no aprenda nuevas cosas en clase, ya sean palabras en inglés para poder explicarme, costumbres de la India, Japón, Suiza o Taiwán. Pero sobre todo aprendo sobre mí misma, sobre mis límites, mis habilidades sociales, mis niveles de empatía… Porque cuando tienes delante un grupo de personas deseosas de aprender, no hay mal humor, sueño o depre que valga. Show must go on. O como les diría a mis alumnos en castellano: ¡Que siga la fiesta!