Por fin he visto Bully (2012). Llevaba mucho tiempo intentándolo, pero siempre me echaba atrás porque sabía que sería un trago difícil. Bully habla sobre chavales que son víctimas de acoso en el colegio. Para ello, nos presenta a seis personas que viven con un sufrimiento inaceptable, acentuado por la incomprensión, tanto de la sociedad en general como de sus compañeros y, en algunos casos, incluso de sus familias. Antes de nada, unos pocos datos para ilustrar la magnitud del problema en Estados Unidos: uno de cada cuatro chavales es víctima de acoso escolar de forma habitual. El 30% de los estudiantes tienen relación con el bullying, sea como víctimas, como acosadores o ambos. Y las redes sociales han empeorado el asunto: el 80% de los estudiantes de secundaria han sufrido, en algún momento, acoso a través de internet.
No pretendo decir que el acoso escolar sea un problema que afecta sólo a este país, ni que sea exclusivo de esta época. Desgraciadamente, quién de nosotros no recuerda a algun compañero del colegio que haya pasado por ese tormento. Pero la sociedad americana y su funcionamiento propicia estas actitudes. El ‘diferente’ no suele gustar, porque asusta, porque no sigue el patrón establecido. Y hay tantas cosas que nos hacen ser diferentes… el color de la piel, la opción sexual, los ‘defectos’ físicos, una sensibilidad más desarrollada, una inteligencia superior o inferior a la norma, una personalidad muy marcada,…
En el documental, lo más aterrador es ver las actitudes del profesorado y los responsables académicos. La frase, tantas veces repetida, de ‘los niños son así’ se queda corta ante los comentarios de quienes se supone tienen la responsabilidad de proteger al alumnado. Hay un momento en el que la directora de la escuela le recrimina a uno de los protagonistas del documental que no haya denunciado antes lo que le está pasando, a lo que él responde que ya lo denunció cuando uno de sus compañeros se sentó sobre su cabeza y nadie hizo nada. “¿Y cómo sabes que nadie hizo nada? ¿Acaso se ha vuelto a sentar sobre tu cabeza?” “No… pero sigue haciéndome daño de otras maneras…”
¿Y qué es lo peor de todo esto? Que, como dice uno de los protagonistas del documental, cuando llevas mucho tiempo sufriendo esa violencia, llega un momento en el que lo único que quieres es convertirte tú en el acosador. ¿Y luego nos sorprendemos de que a un niño al que le han hecho la vida imposible se le vaya la cabeza, consiga un arma y se ponga a pegar tiros a diestro y siniestro? No es sólo un problema de acceso a las armas -que también-. Es el resultado de una mentalidad individualista en la que nadie puede permitirse ser un ‘perdedor’ (me sorprende cómo, los niños en USA utilizan mucho ese apelativo –looser– para insultar). Encajar es lo más importante. Tratar de alcanzar el éxito social -que no tiene por qué coincidir con el personal- por encima de todo. Y quien no lo cumple a rajatabla ya sabe a lo que se expone.
Dos de los protagonistas de la película se han suicidado. O, como aquí lo llaman, han cometido bullycide. Uno de ellos tenía sólo once años. ¿Cómo es posible que un niño de esa edad, con una familia que lo quiere, decida terminar con su vida? ¿Cómo ha podido llegar a ese punto? ¿Y quiénes son los responsables de no haberle puesto freno antes? ¿Cuántos niños y niñas tienen que ahorcarse en el armario de su habitación para que empiecen a tomarse en serio este horror?
El mejor amigo de ese niño, un chaval de once años que da verdaderas lecciones de comprensión del problema durante el documental, tiene su propia solución para esta vergüenza: “Si yo fuera el rey de Estados Unidos, eliminaría automáticamente la popularidad. Es eso lo que hace tanto daño. Y así, podríamos ser todos iguales y vivir sin problemas en la escuela”. Difícil tarea.