San Francisco es una ciudad apasionante. No me enamoré de ella la primera vez que la ví, al contrario de lo que me había pasado con lugares maravillosos como París, Viena, Nueva York, Praga o Cádiz. Pero me ha ido conquistando poco a poco. Como cuando conoces a una persona que te resulta interesante y al mismo tiempo difícil de descifrar, y quieres conocerla más, hablar más con ella, compartir momentos… y de repente un día te das cuenta de que te has enamorado. Y no hablo sólo de amor romántico. Poco a poco esa persona te va abriendo las puertas de su mundo interior, vetado para la mayoría, y entrar en él se convierte en el mejor regalo. Me estoy yendo un poco por las ramas, pero sí, algo así me ocurre con San Francisco.
Podría estar el día entero sentada en uno de sus parques viendo a la gente pasar. Tanta diversidad en un espacio tan reducido (SF tiene menos de 900.000 habitantes). Hipsters, bohemios, hippies maduros, gente de negocios, turistas, homeless, obreros de la construcción, malabaristas… todos se mezclan en su camino al trabajo, o a casa, comiendo en un banco o durmiendo al sol. Y me pregunto cómo sería la vida aquí en los años 60-70, en la época del Summer of Love, o más tarde cuando Harvey Milk lideró la lucha por los derechos de la comunidad LGTB desde el barrio de Castro.
Esta semana he visto un documental que hablaba de ello de forma muy particular (sí, estoy enganchada a los documentales de Netflix). En 1969, un estudiante de universidad filmó, para su proyecto de fin de carrera, una entrevista a un niño de cuatro años que vivía con sus padres en Haight Ashbury, la zona en la que todo ocurría. Una familia hippie, con una vida de comuna, amor libre y reivindicación. En la entrevista, Sean (que así se llama el chaval) contaba que fumaba marihuana pero que le gustaba más masticarla, que la policía era su enemiga y que de mayor quería ser libre. El mismo director, treinta años después, volvió a San Francisco para ver qué había sido de aquél niño y en qué medida su infancia lo había condicionado.
Sean trabaja ahora como electricista, acaba de casarse y su mujer está esperando un bebé. En su tiempo libre, a Sean le gusta ir al campo con su mejor amigo a disparar su arma. En el momento en que la entrevista se presentó ante la audiencia, en los años 70, se especuló mucho sobre el posible futuro de este chico. Y no, parece que no le ha pasado la factura que tantos creían. Parece que no todo era tan claro, y que las decisiones de los hijos pueden diferir de las de sus padres sin que por ello tenga que haber conflictos entre ellos. El padre de Sean quiso que su hijo fuera libre, como él, y con esa libertad ha optado por una vida de lo más convencional. Pero eso sí, nadie le quitará todo lo que vivió. Porque San Francisco te marca.
Cada vez que visito la ciudad, tengo la sensación de que hay millones de historias que contar, que sus habitantes han vivido más de cien vidas. Puede ser puro romanticismo. Y efectivamente, en cualquier lugar hay historias que merecen ser contadas. Pero pocas ciudades han vivido tanto en tan poco tiempo y han sido capaces de mantener gran parte de su espíritu con el paso de los años y los inevitables cambios. En un evidente estado de embriaguez amorosa, puedo afirmar y por ello afirmo que San Francisco es, con todos su pros y sus contras, la ciudad más vibrante y carismática que he conocido. Y así, poco a poco y casi sin que me diera cuenta, me ha ido conquistando hasta llegar a amarla.