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Ane Arruabarrena

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Otra vez decir adiós

Y tendría que estar ya acostumbrada, pero cada vez se hace más difícil. Supongo que será la edad. Ayer me decía una amiga con la que he compartido vida en California que lo de hacer las Américas tendríamos que haberlo probado unos diez años antes, cuando la inconsciencia nos hacía más valientes. Y es que cada vez cuesta más decir adiós, separarse físicamente. Como si fuera más real, porque en realidad la vida lo es. Tengo la certeza de que voy a perderme momentos importantes, cambios más profundos de los que se daban cuando tenía veinte añitos y creía que todo era para siempre.

Hace mucho que empecé a vivir fuera. El Hombre Sabio dice que llevamos quince años despidiéndonos. Y es agotador. Porque yo no soy en absoluto una persona despegada; todo lo contrario. Viviría sin problema en una isla desierta con todos mis amigos y mi familia sin nada más de comer que ensaladilla rusa (que no me gusta nada de nada), pero me costaría horrores disfrutar de un paraíso como Bora Bora si no pudiera compartirlo con ellos. Admiro a esa gente que decide hacer las maletas e irse a vivir a un lugar lejano y no siente la necesidad de volver periodicamente. Tienes que ser muy fuerte para hacerlo. O quizá no tengas mucho que echar de menos. Y qué decir de todas esas personas que están en nuestro país (y en otros muchos) tratando de buscarse la vida para poder mandar dinero a sus casas, en las que han dejado a sus parejas, a sus hijos, y se ven obligadas a pasar años sin poder regresar. Trato de no perder de vista que somos unos privilegiados.

Pero es que yo soy una sentimental. Si en los campamentos de verano, cuando era una niña, llegué a traerme a casa de recuerdo el papel de una magdalena que me había comido. Y eso que los campamentos no eran lo mío porque me obligaban a jugar a fútbol. Y ahora me pregunto si es mejor venir o no venir. Porque cuando estaba en Palo Alto me sentía bien. Tenía mi vida más o menos hecha, con mis hábitos y mis cariños, y aunque siempre me acordaba de esto, no me suponía un sufrimiento sino una ilusión. Y ahora en cambio, a punto de pasar casi treinta horas de viaje para cruzar el charco, se me hace todo cuesta arriba. Y de repente Donosti es la ciudad más bonita del mundo, la más fascinante, la más barata, la que mejor clima tiene… Efectivamente, la que habla no soy yo, es la morriña. Otra vez.

Eso sí; aunque cueste, estoy segura de que pasará cuando llegue a mi pequeña y calurosa casita con su columpio en el jardin, a las barbacoas, a las clases y a mis paseos en bici. Que si aquí no se puede habrá que intentarlo en otro sitio. Porque, como dice el Científico, somos unos gladiadores. Y juntos podemos con todo.

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Historias, ideas, curiosidades y reflexiones de una donostiarra en la Bahía de San Francisco

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julio 2013
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