Acabo de volver de Tijuana. 900 kilómetros en coche para cruzar la frontera. No estaba en la lista de mis viajes soñados, pero siempre es bueno conocer nuevos lugares. La responsable de esta decisión ha sido, en este caso, la dichosa visa. Los papeles no llegaron a tiempo desde Stanford para mi viaje a casa, así que si quería poder salir de USA para volver a entrar en alguna otra ocasión, me veía obligada a escoger una entre dos opciones: Canadá o México. Opté por la primera.
Sin embargo, siempre con la dichosa visa, el tiempo de espera para conseguir una cita en el consulado de Vancouver superaba los tres meses, y en Tijuana podíamos plantarnos sin problema al día siguiente. Y allí nos fuimos. Ándale, ándale (¿Qué? ¿Un topicazo? Pues por aquí hay más de uno que me lo canta a mí cuando les digo que soy vasca).
Confieso que tenía mis reticencias. Había leído que Tijuana es una ciudad peligrosa (en su momento la más peligrosa del país) debido al crimen organizado, y que el turismo que recibía era principalmente de despedidas de soltero/a y chavales norteamericanos menores de veintiuno en busca de alcohol. Y, desde luego, que visitar la ciudad no podía compararse a conocer el resto del país. Porque Tijuana es la ciudad fronteriza, y por lo tanto absolutamente ‘americanizada’.
Y la llegada fue algo chocante. ¿Dónde está el centro? ¿ESTO es el centro? Un montón de locales destartalados de una o dos plantas que funcionaban como bares, restaurantes, talleres, supermercados… en calles pavimentadas en la Edad de Piedra, con ‘aceras’ estrechas e imposibles de transitar por las decenas de socavones que había en ellas. Y a pesar de todo, nos pusimos a caminar. Sólo el Científico y yo. Nadie más a pie. Como en California. Los locales, atónitos ante mis preguntas sobre la existencia de un centro urbano como tal, me decían que sí, que por supuesto, que era donde estaban todos los bares, las tiendas… y que era peatonal. Si con ‘peatonal’ entendemos que los viandantes pueden pasar por ahí, entonces bien. Pero se trataba más bien de una calle con una carretera y dos aceras a los lados (estas sí, sin agujeros). Definitivamente, la ciudad tiene problemas importantes de infraestructura. También de pobreza. En los útimos años, Baja California está recibiendo inmigrantes de otras zonas del país que llegan sin trabajo y que han hecho aumentar la tasa de pobreza hasta el trece por cierto, con el mayor incremento en su capital: Tijuana.
Pero a mí lo que me puede es la gente, y en eso van sobrados. Sólo con cruzar la frontera desde la ciudad vecina (San Diego), me sentí feliz. Primero porque podía hablar en uno de mis dos idiomas maternos -y eso cada día lo aprecio más-, pero también porque me encontraba casi como en casa. La filosofía de vida, esa que es tan diametralmente opuesta a la mía en Estados Unidos, era muy similar allí. La gente, en la medida de sus posibilidades, trataba de disfrutar de la vida. Y con nosotros todo era amabilidad, detalles, buenas palabras…incluso la señora del estanco se aseguraba cada día de darme el paquete de tabaco con la foto menos desagradable en la cubierta.
He leído en alguna parte -y no me extrañaría- que los tijuanenses están tan habituados a lidiar con la poca amabilidad de los turistas norteamericanos que un simple ‘gracias’ o un ‘por favor’ les sabe a gloria. El hecho es que parecía que nuestra visita le hubiera supuesto al personal del hotel, a los camareros de bares y restaurantes, a los dependientes de los supermercados, a la señora del estanco… un golpe de aire fresco. Y lo mismo supuso para mí. Al contrario de lo que me sucede aquí habitualmente, en Tijuana sentí que se me consideraba una persona independiente, y no solo la prolongación de un científico de la Universidad de Stanford. Parece paradójico si tenemos en cuenta la alarmante tradición machista del país. ¿Será porque soy extranjera? Sin conocer el país, y sin poder hablar de ello con propiedad, tuve la sensación de que existía una especie de mitificación del ‘español’ y de la ‘madre patria’.
Pero como este no era un viaje de placer, sino más bien una necesidad práctica, no tuve la oportunidad de profundizar tanto como habría querido. Y me fui con la sensación de no haber descubierto si efectivamente, como dicen, Tijuana no es México; pero con las ganas de descubrirlo en nuevas visitas a otras partes del país.
Y aquí estoy, de vuelta, escribiendo en mi cuaderno rodeada de autómatas que aporrean los teclados de sus Apple. Pero me siento bien. Porque tengo una visa nueva y muchos buenos recuerdos.