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Ane Arruabarrena

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Una tarde en el zoo (antes de que lo cerraran)

Dos días antes de que ocurriera todo este disparate que es el cierre del Gobierno Federal de Estados Unidos -fomentado por un puñado de políticos irresponsables, egoístas y recién salidos del patio del colegio-, pude visitar el zoo gratuito de Washington. ¿Y qué tiene que ver? Pues mucho, porque  entre todas las instalaciones, servicios y programas que se han cerrado, está el zoo del Smithsonian Institute, el que yo visité.

Pero hoy no estoy aquí para escribir sobre el shutdown (todavía no), sino sobre animales. O más bien, sobre los zoos. Tengo ideas contradictorias al respecto. Por un lado, es maravilloso asistir a la emoción de los niños cuando ven a los animales de sus cuentos en vivo y en directo. Por primera vez, son reales. ¿Pero es ético sacar a los animales de su hábitat natural para encerrarlos y que nosotros podamos observarlos desde el otro lado de una verja o un cristal?

Mi peor recuerdo de un zoo es de cuando era una niña. Creo que en Lisboa. Allí había un elefante con una campanilla en la trompa, que debía hacer sonar cada vez que alguien le tirara una moneda. Me impresionó. Y aunque tengo una imagen ligeramente distorsionada por el paso de los años, nunca he podido quitármelo de la cabeza. Es cierto que algunos animales que llegan a los zoos están protegidos por pertenecer a una especie en peligro de extinción, o tienen problemas de salud, o estaban siendo vendidos de manera ilegal. ¿Pero justifica eso que tengan que pasar el resto de sus vidas en unos pocos metros cuadrados, siendo observados y fotografiados continuamente por cientos de personas? No lo tengo nada claro. Como en todo lo demás, trato de ponerme en su situación, en la medida de lo posible.

Años y años en un mismo espacio y sólo rodeada de otras tres o cuatro personas, que pueden caerte bien, pero a las cuales puedes acabar odiando. Porque no eres tú la que elige la compañía. Y años sin poder correr, sin poder saltar –o corriendo y saltando más bien poco-, sin poder cazar, comiendo a mesa puesta. Sin poder luchar por tu supervivencia o por la de tus congéneres. Es verdad, es cómodo. ¿Pero dónde queda la emoción? Ver a ese gorila majestuoso, bellísimo, enorme, sentado al fondo de su ‘casa’ con esa mirada tan triste… Después de pasar varios minutos mirándolo y tratando de conectar con él, de mostrarle tu admiración y tu respeto, te alejas resignada. A mí me quedará su recuerdo, me quedará la ilusión y algunas fotos de dudosa calidad artística. Pero ahí se quedará él, con su tristeza, tan lejos de su tierra y de los suyos, en un zoo cerrado hasta nuevo aviso.

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Historias, ideas, curiosidades y reflexiones de una donostiarra en la Bahía de San Francisco

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