Sé que he pasado mucho tiempo sin escribir en este blog. Pero es que mi vida ha cambiado de forma drástica. Porque tengo trabajo, sí, pero sobre todo porque soy una persona nueva, una especie a la que nunca pensé que podría pertenecer: soy una commuter.
¿Y eso qué es? Pues, por decirlo de forma simple, soy una de las tantas personas en la Bay Area que viajan a diario desde sus hogares a sus puestos de trabajo. Y dentro de ese grupo, pertenezco al selecto subgrupo de los que lo hacen valiéndose del transporte público. Eso, a grandes rasgos.
Pero si queremos entrar en ello de lleno (y yo quiero, o debo), mi vida ha pasado de la contemplación sosegada -otra forma de decir ‘aburrimiento’- a la aventura diaria en esta jungla que es el camino de ida y vuelta a casa desde otra ciudad. Sabía que sería difícil, y no negaré que me asustaba solo de pensarlo, o cuando escuchaba las dantescas anécdotas de mis compañeros de batallas nocturnas en los bares de la zona. Pero nadie me preparó para la cruda realidad. Y desde aquí, aprovecho para reivindicar cursos particulares para commuters, o prácticas en empresas, o -para aquellos que tengan que trasladarse desde la capital a los suburbios, y en casos extremos- cantidades ingentes de ansiolíticos.
El primer día, tardé más de dos horas en volver del trabajo a Palo Alto (una distancia de 20 kilómetros). Que si guíate con el puntito azul del Google Maps para andar hasta la parada del autobús -siempre alerta de posibles atropellos -, que si coge ese cacharro de la época en la que Reagan era gobernador de California y que tarda una eternidad en llegar a su destino mientras ves a los cientos de coches pasarte a la velocidad de la luz, y cuando por fin llegas tienes que correr para no perder el único tren que pasa cada hora y en el que tienes que sacar los codos para poder entrar. No recuerdo nada de cuando llegué a casa aquel primer día. Creo que me recogieron en la estación como a un trapito.
Ahora, por supuesto, las cosas han mejorado. Tardo casi una hora menos después de haber resuelto una compleja ecuación para saber cómo combinar los medios de transporte. Y hay almas caritativas que se ofrecen para acercarme a mitad de camino (no habrá cervezas en el mundo que puedan pagarles semejante ayuda). Trato de practicar la meditación cuando empiezo cada viaje, sobre todo en los días de lluvia (pueden ser verdaderamente intensos en esta zona en la que las paradas de autobús no suelen estar cubiertas y no puedes refugiarte en ningún porche por eso de su obsesión con la propiedad privada). Y si tengo un día más negativo y lo único que deseo es prenderle fuego al bus que, una vez más, llega tarde, pienso en los compañeros que vienen desde Berkeley cada mañana en transporte público y que tardan la friolera de cuatro horas en llegar a casa (y viceversa). O en ese hombre ciego con el que coincido cada tarde en la estación y al que admiro profundamente por saber lidiar sin miedo con hordas de trabajadores de empresas punteras que matarían a su hermano por llegar a casa cinco minutos antes y engullir su comida preparada mientras ven un episodio de The Walking Dead.
Y en un alarde total de insensibilidad -todo se pega- doy gracias porque al menos hoy no hay nadie que haya decidido terminar con su vida lanzándose al tren, así que llegaremos a la hora prevista. Lo dicho: la jungla.