Los amigos son lo mejor de la vida. Especialmente si son tan asombrosos como los míos. Ellos pueden amenizar una cena con conversaciones sobre cualquier tema baladí, y en cuestión de segundos se plantan y te dejan ojiplática con una propuesta de lo más intelectual. ¿O más bien tendría que llamarlo reto? El caso es que hace exactamente un año, el 4 de enero de 2014, en una de nuestras veladas apasionadas y ruidosas, cual corrala en hora punta, me retaron a escribir una entrada en este blog en la que aparecieran integradas las palabras que cada uno de ellos escogieran. En total, ocho palabras sin relación entre si, difíciles de usar y feas de narices, para qué negarlo. Lo mejor fue que me vine arriba y yo misma me pegue un tiro en el pie –algo así como los perdigones de Froilán pero en sentido metafórico- y sugerí una novena palabra, como si el reto no fuera conmigo e hiciera falta ponerlo todavía más difícil. Siempre he sido una chica espabilada para esto de los juegos, sí. Y ahí estaba yo, abrumada por lo emotivo de la noche y por la excitación que el experimento provocaba en mi yo más masoquista. Pero solo me duró una noche.
A la mañana siguiente, vagando por la casa como una ameba de caracol y con obreros en mi cabeza machacando pladur a martillazos, me asusté. No tengo excusa, simplemente me asusté y pensé que no sería capaz de semejante hazaña. Así que dejé que el tiempo pasara con la ilusión de que mis amigos se olvidaran de todo lo que habíamos dicho en aquella lejana noche de enero. Pero al volver de visita a Euskadi pocos días antes de que Celedon descendiera a la Plaza de la Virgen Blanca, tardaron muy poco en recordármelo. Agaché la cabeza avergonzada, como el periscopio de un submarino al descubrir un barco enemigo en el horizonte, y les prometí una vez más que cumpliría mi palabra. Esta vez percibí incredulidad en sus rostros. No puedo culparles.
Pero es que, amigos, no estamos hablando solamente de la perpetua angustia frente al papel en blanco. Esas palabras dadas –y elegidas con muy mala leche- ponen cotas a la propia expresión, te obligan a tomar caminos que quizá nunca habrías escogido, hacen tremendamente complicado crear un relato fluido y natural. Sé que pensaréis que son excusas, y sí, lo son. Porque quien acepta un reto tiene la obligación de intentar superarlo. Y porque se lo debo a esos amigos que son como aquella mujer perfumadita de brea a la que cantaba Serrat, que los añoro y los quiero a morir, pero a los que también temo si la próxima vez que voy de visita sigo sin haber cumplido mi palabra.
Daría lo que fuera por verlos a través de un catalejo que cubriera los más de 9 000 kilómetros que nos separan, buscando la palabra enrevesada que cada uno me propuso, sonriendo al encontrarla entre la amalgama de caracteres, pensando que quizá podría haberla insertado mejor en el texto…
Estas navidades no he podido haceros una visita y daros todos los abrazos que os merecéis. Pero por fin tengo vuestro regalo: mi promesa cumplida. Espero que os guste, y que la espera haya merecido la pena. Eso sí, nada de retos nuevos hasta 2016, que os conozco!
P.D. No he incluido la lista de las palabras que tenía que utilizar obligatoriamente en el texto, por si os apetece probar a descubrirlas… Eso sí, mañana las escribiré en el apartado de comentarios para que comprobéis lo sufrido que ha sido el reto.