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Ane Arruabarrena

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La capital del buen gusto

Vale, es un topicazo. Pero parece que estoy en un catálogo de Ikea constante. Es todo tan bonito, tan acogedor, la gente viste tan rematadamente bien… Todos son altos y guapos y con clase y hablan en ese idioma que me suena tan raro y me imagino que estarán hablando de temas trascendentales, los mismos de los que hablan los modelos del catálogo, sentados en sus sofás color crema tomando un té en una taza que quiero que sea mía.

Esto es Estocolmo, sí señor. Una ciudad en la que parece como si sus habitantes caminasen elevados un palmo del suelo, flotando. Una ciudad en la que no hay Anas Obregones, ni Jennys, ni Jonathans, ni señoritos andaluces, ni americanos con gorra de béisbol y camiseta de tirantes. Aquí se respira clase. ¡Qué digo se respira! ¡Aquí atufa a clase! Me alegro de no haber sucumbido a los estilismos californianos y seguir con mi estilo predominantemente negro, con alguna licencia para grises y cremas. Gracias a eso, si ando muy rápido casi me mimetizo con la población autóctona. De hecho, es un problema cuando me atienden en sueco con toda la naturalidad del mundo. Digo que puedo mimetizarme pero no del todo. Podríamos decir que soy algo así como una sueca en un mal día.

Porque lo de esta gente no se puede creer. Digo yo que no trabajan, porque se necesitan horas para lograr ese aspecto tan perfecto y estudiadamente desenfadado. Quiero quedarme a vivir aquí solo para poder verlos cada día y descubrir si son todos tan interesantes como parecen o si es pura fachada. Debatíamos el Científico y yo, sentados frente a un par de cervezas en el barrio de Sodermalm, sobre la importancia de la vestimenta como carta de presentación. Yo creo que lo que visto me define en parte: que habla de mis emociones, de lo que he vivido, de lo que he visto. Pero es un arma de doble filo, porque también hay quien se esconde detrás de un estilo para poder encajar. Como si la ropa fuera el centro y no solo la fachada que da pistas sobre lo que puede haber dentro. Sobre lo que somos, con nuestros recovecos, nuestras incoherencias y nuestras dudas.

Pero a lo que iba: que después de tanto tiempo en California lidiando con los shorts, las flip-flops, las camisetas con print de palmeras y todas esas cosas que me horrorizan y que tan mal me sientan, no viene mal pasar unos días en la capital del buen gusto -sí, sí, mejor que París- a ver si se me pega algo. Y ya de paso, a ver si ellos cogen algo de nuestra simpatía, que incluso cuando eres guapo de catálogo, una sonrisa nunca viene mal.

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Historias, ideas, curiosidades y reflexiones de una donostiarra en la Bahía de San Francisco

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