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Ane Arruabarrena

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¿Qué diría Mastropiero?

¿Qué diría si supiera que Daniel ya no nos va a deleitar más con sus disertaciones sobre Esther Píscore?

Viernes, 7 de la mañana. Me despierto con la noticia de que Daniel Rabinovich ha fallecido.

–       ¡No!

El Científico me mira preocupado. Me veo obligada a quitarle importancia al suceso, para no disgustarlo y porque no sé cómo explicar lo mucho que me ha afectado. ¿Cómo explicar que alguien a quien no conozco personalmente signifique tanto para mí? Pero lo significa. Es parte de mi vida.

Mis padres me llevaron al teatro a ver a Les Luthiers por primera vez cuando tenía unos 10 añitos. Recuerdo la sorpresa, las risas, el desconcierto y el esfuerzo mental que requería su humor. Por supuesto, no entendí ni la mitad de los juegos de palabras que este grupo de genios lleva inventando desde hace más de cuarenta años. Pero me divertí como nunca. Y me sentí parte de algo grandioso: la risa colectiva provocada por el ingenio. Por aquél entonces no me hacían mucha gracia los chistes del colegio. Disfrutaba más con el humor que se hacía en casa que con el de caca-culo-pedo-pis. Viendo a Les Luthiers sentí que había encontrado algo así como mi lugar en el mundo de la risa, igual que me pasaría en la misma época con Faemino y Cansado. Desde entonces, ir a verlos al teatro se convirtió en una tradición familiar, como el pollo de los domingos, los veranos en Andalucía o cada nueva película de Woody Allen. Y como es lógico, a medida que me iba haciendo mayor, más entendía el espectáculo y sus matices. Y más me asombraba la capacidad de aquellos cinco aregntinos trajeados para darle mil vueltas al lenguaje.

Tenía mi favorito. Daniel. Sí, lo sé, poco original. ¿Pero quién no amaba a Rabinovich? Era el simpático, el atractivo, el canalla, el hombre con el que cualquiera desearía pasar una velada de cervecitas, risas y conversaciones trascendentales. El sketch sobre la juventud de Mastropiero en el que cambia el significado del texto alterando los signos de puntuación es uno de los momentos de felicidad grabados a fuego en mi memoria. Pocas cosas encuentro tan arrebatadoramente atractivas como una conversación con un hombre que sabe jugar con las palabras.

Así que el viernes, al enterarme de la noticia, no daba crédito, algo en mí se rompió. Se fundió una parte de mi isla de la familia (como en la película “Del revés”). Ya nada volverá a ser igual. Ha terminado una parte de mi historia. Por mucho que Les Luthiers sigan en activo y vaya a verlos a sus nuevos espectáculos, ya no volverán los nervios y la emoción al ver a Daniel salir al escenario con su sonrisa pícara y sus modales descarados. La última vez que los ví en directo, salieron a la entrada del teatro a saludar al público después de la función. Pero él no estaba en la puerta por la que yo tenía que salir. Dudé por unos minutos si acercarme y darle la mano, y darle las gracias por todos los años de alegrías que nos ha dado a mí y a mi familia. Pero como tantas otras veces, me pudo la timidez. Ya nunca podré estrecharle la mano, pero sí puedo darle las gracias. A él y a los demás luthiers, por haberme enseñado que la risa es siempre la mejor terapia.

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Historias, ideas, curiosidades y reflexiones de una donostiarra en la Bahía de San Francisco

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