Hace tiempo que hay algo que me tiene preocupada y que ayer se confirmó cuando vi la entrevista de Jordi Évole a José Sacristán en Salvados: la gente que me inspira es la gente mayor. Quiero decir que comulgo más con sus ideas, con su forma de ver el mundo. No con todos, obviamente. Pero me refiero a pensadores, a intelectuales, a líderes de opinión. La gran mayoría, si no todos, ya tienen una edad. Me deslumbran personajes como Antonio López en su entrevista con Gabilondo, Fernando Fernán Gómez en “La silla de Fernando”; también, aunque estén más trillados, Saramago o José Mujica, expresidente de Uruguay. Todos hombres, sí, porque escuchamos menos a las mujeres mayores (y esto daría para varias de estas entradas). Pero Emma Goldman o Simone de Beauvoir pueden entrar también en esta lista.
Lo que veo es que la mayoría de la gente de mi generación que está en el candelero me da pereza. Veo mucha pose y poca verdad. No quiero decir con eso que sus intenciones no sean buenas. Quizá es una consecuencia del tiempo que nos ha tocado vivir, en el que somos víctimas del marketing, de la corrección política, de las redes sociales. El caso es que no me los creo. Y me cansan. Tantos lugares comunes y tantas ganas de agradar a diestro y siniestro.
Y entonces escucho fascinada a un hombre que salió de Chinchón, de una familia pobre y golpeada por la guerra, y que de muy chaval tuvo las narices de ponerse a aprender de todo, solo para ser una persona mejor. Una buena persona, como decía en la entrevista. Y veo cómo llevo tiempo jodida pensando que ser una buena persona no tiene muchas cosas buenas, valga la redundancia. Y que la vida es más fácil cuando uno no tiene un Pepito Grillo gigante pesándole sobre el hombro y cuando no tiene por qué pasar todas sus acciones por el filtro de la honestidad y de los valores.
Cuando escucho a esas personas mayores hablando de la verdad, y de todos los sacrificios que han hecho por llevar una vida consecuente a pesar de todas las contradicciones con las que han tenido que lidiar, me siento inspirada y vuelvo a creer que lo que hago, con todos mis fallos, está bien porque lo hago siempre con el corazón y desde la empatía. Y me vengo arriba y le pegunto al Científico si nosotros podremos ser como ellos cuando seamos mayores, y él me dice que ya no podemos ser iguales por el tiempo que nos ha tocado vivir. Porque, como dice Sacristán, nosotros hemos crecido con el grifo de agua caliente que ahora se ha quedado seco. Y su grifo no tenía agua. “Pero podemos ser sus herederos”, me dice. Y me deja más tranquila. Tumbada en la cama, sin poder dormir, me pregunto: ¿podemos serlo? ¿podemos seguir siendo de verdad? ¿o vamos a dejarnos arrastrar por todo este teatro?