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Ane Arruabarrena

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En la oficina

Últimamente, he cambiado de lugar de trabajo. En estos últimos meses, mi ‘oficina’ es una cafetería que por las tardes tiene un ambiente muy agradable (incluso bohemio, teniendo en cuenta que estamos en Palo alto), con música jazz, mesas de madera, una cristalera desde la que puedo ver la avenida, y casi todo el espacio para mí sola.

El problema surge cuando voy por las mañanas. Ilusa como soy, pienso en que podré escribir tranquila con mi café matutino, pero resulta que lo que yo considero la hora del desayuno coincide con la hora de comer del resto del mundo por estos lares. Porque aquí comen MUY temprano. A las once de la mañana ya están con la ensalada. Y ese lugar idílico se convierte en un local abarrotado en el que el volumen de los clientes te impide incluso oír a tu propio cerebro elucubrando. Así que me desconcentro. Y me dedico a observar a la gente. Y aunque no lo pretenda, escucho las conversaciones a mi alrededor.

Hoy tengo en la mesa de al lado a un par de chavales que no aparentan más de quince años. Si estuviera en mi ciudad de origen, ellos nunca estarían aquí. Podrían ser de esos chicos que a su edad lo único que hacen al salir de clase es ir a chutar un balón de fútbol, o de los que han descubierto el ‘mundo de la noche’ y se pasan el día esperando a que llegue, sentados en parques en los que comen pipas y fuman cigarrillos de esos que hacen reír. Aquí no. Aquí hablan de negocios. Por lo que escucho, están tratando de crear una aplicación para móviles (muy innovadores, sí). Y no puedo evitar esbozar una sonrisa cuando les oigo adoptar ese tono de voz tan serio y darse tanta importancia, como si se tratara de dos hombres cincuentones trajeados, con las llaves de sus Maseratis en la mesa, al lado de un whisky on the rocks. Pero toman cola light. Ni siquiera tienen edad suficiente para beber alcohol. Tampoco para votar. Y ya planean hacerse ricos.

En otras mesas, gente sola como yo, pero acompañada de ordenadores de la manzana, iPads, iPhones, iPods y todo lo demás. Aquí no sólo las señoras mayores pueden sentarse en una cafetería durante horas y horas sin tomar más que un café con leche descafeinado de sobre. De hecho, no hay señoras mayores en ningún lugar. La mayoría es gente que tiene teletrabajos –modalidad laboral muy consolidada en esta zona del país-; también hay quien busca empleo, y digo yo que habrá más de uno jugando a Angry Birds.

En las mesas de dos personas, un 99% de mujeres. Y concretamente, ‘mujeres de’ (las mujeres profesionales son del grupo de individuos solitarios con ordenador). Toman ensaladas gigantescas con salmón ahumado (por eso del Omega 3), beben agua o limonada natural (sin azúcar) y cuelgan sus vergonzosamente caros bolsos de marca en las sillas de madera, sin la más mínima preocupación. Parecen de lo más relajadas. Aunque diría que también algo aburridas de hablar cada día de las clases de tenis y de la universidad a la que llevarán a sus hijos dentro de quince años.

Y de repente, hacia las dos de la tarde, todos desaparecen. Me pregunto qué será de ellos el resto del día, hasta que vuelvan a cruzar el umbral de esta puerta mañana, como cada día. Los más de diez camareros que hay tras la barra por fin se relajan y veo que son capaces de sonreír. Que, de hecho, estaban deseando hacerlo. Y suben el volumen de la música, y hablan entre ellos, y yo vuelvo a mis cuadernos de colores en esta idílica oficina. Y ya no existen más que mi café con leche y las palabras que me dicta mi cerebro.

 

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Historias, ideas, curiosidades y reflexiones de una donostiarra en la Bahía de San Francisco

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