Eso sí, se va mañana. Han pasado dos meses desde la última vez, y entonces hacía ya más de cinco que no veíamos una gota. Así que el agua ha traído ese característico olor a tierra mojada que me transporta a la niñez, pero también charcos del tamaño del Lago Tahoe en una ciudad que está más preparada para una catástrofe nuclear que para cuatro gotas. De hecho, cuando venía a Stanford desde casa esta mañana, me sentía como el soldado Patoso de La Chaqueta Metálica. He tenido que escalar por los aledaños de los aparcamientos para esquivar charcos, llenarme las botas de barro o simplemente ceder y cruzar el paso de peatones a paso lento, como si estuviera rezando en medio del Ganges.
Pero lo curioso es que no me ha importado en absoluto. ¿Y eso por qué? Pues porque, como bien dijo hace poco un amigo, los donostiarras somos hijos de la lluvia. En mi caso, más aun, por haber nacido en el marco incomparable a finales de noviembre. Probablemente estaba lloviendo cuando vine al mundo, y lo más posible es que mis primeros meses los pasara con un plástico tapando el cochecito, refugiada de los chaparrones. Y el tiempo iría mejorando poco a poco, pero seguiríamos con el tan típico xirimiri, y no sería hasta mediados del mes de julio cuando pudiera ver un día entero bañado por el sol. No diré que me gusta la lluvia (menos me gusta el viento), pero debo reconocer que es el fenómeno climático con el que me siento más familiarizada.
Y no es asunto baladí. Hay donostiarras -como el Científico, sin ir más lejos- que se han vuelto locos al ver caer unas gotas del cielo en esta ciudad. Que han alabado a los Dioses y han celebrado las cosechas (especialmente de las setas en los montes). Yo no soy de esos. A mí ya me va bien esto del sol. Y la escasísima humedad, un milagro para el cabello de cualquier donostiarra. Pero a veces, como hoy, se agradece que el cielo se oscurezca y que la calle suene a lluvia, o a casa, que es lo mismo. Eso sí, siempre y cuando sepas que parará mañana.