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Ane Arruabarrena

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Compañeros de viaje

Acabo de despedirme de una de las personas con las que más tiempo he pasado en Palo Alto. Y la sensación es extraña. No diría que siento un gran vacío, pero hay algo de mí que se ha ido con ella. Algo casi imperceptible, pero algo al fin y al cabo que no recuperaré. En un lugar como este, en el que casi todos estamos de paso, uno acaba generando una coraza que impide vivir las relaciones al máximo, salvo en contadas excepciones. O al menos eso es lo que me ocurre a mí, y eso que yo para eso de la amistad soy muy intensa.

Pero en Stanford somos todos compañeros necesarios en este viaje y a la vez extraños en nuestras vidas ‘reales’. Sabemos, desde que nos conocemos, que lo más probable es que no nos veamos nunca más una vez terminada la experiencia. Venimos de países distintos, a menudo muy distantes entre sí -tanto geográfica como culturalmente-, y es muy posible que nuestro estilo de vida, o el de nuestras parejas, nos lleve siempre de un sitio a otro, en esa especie de nomadismo que supone la carrera en la Academia -lo bueno es que también puede ocurrir que coincidas, años después, en el país más inesperado. Con un  nuevo proyecto, con un nuevo viaje que compartir-.

Además, aunque por un lado tenga a veces la sensación de que estoy de campamentos, o en un campo de trabajo, por el hecho de verte de golpe en un nuevo contexto, lejos de ‘tu gente’ y tratando de entablar una conversación y potencial amistad con casi cualquiera que se siente a tu lado, la edad ha cambiado la situación de la mayoría de nosotros, para mi sorpresa. Ya no venimos solos y deseosos de hacer amigos, sino en pareja -incluso muchos casados y con hijos-, lo cual suele implicar una forma diferente de relacionarse: algo así como el ‘dos a dos’. Y si ya es difícil encontrar esa conexión especial con una persona, si le añadimos otras dos más a la ecuación, la cosa se complica muchísimo. Eso sí, cundo tienes la suerte de que todo encaje, la alegría también se multiplica por dos.

Ahora la vida sigue, como decíamos ayer, y alguien nuevo sustituirá en parte ese hueco que V. ha dejado. Siempre recordaré lo último que me ha dicho al despedirse: que le he dado a su vida más color. Y aunque no hayamos llegado a ser amigas del alma, eso ya es un regalo para ambas. Echaré de menos esa cálida sonrisa y los cafés de los jueves. Pero aquí no hay tiempo para lamentos. Nunca se sabe lo que nos deparará la vida, así que no decimos adiós, sólo hasta luego. Y gracias por todo.

 

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Historias, ideas, curiosidades y reflexiones de una donostiarra en la Bahía de San Francisco

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mayo 2013
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