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Ane Arruabarrena

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Palo Alto cierra por vacaciones

Llegaba mal, todo hay que decirlo. Como me recomendaba hoy un amigo alemán, es mejor no marcharse a casa. Para poder mantenerse estable. Porque si no te pierdes. Con el jet lag puesto encima, después de un agotador viaje de veintisiete horas, decidí aproximarme al ‘centro’ de la ‘ciudad'(sí, todo entre comillas simples). Y no había nadie. Semi-desierto. Al contrario de lo que he visto estas semanas en Euskadi, donde los turistas atestan los bares de pintxos, las playas y las calles peatonales (sí, menos que antes, pero todavía los atestan), esta ciudad se vacía en verano al perder a la mayoría de los estudiantes de Stanford durane tres meses. Así que solo quedan los ‘chicos de las start-ups’, con su Mac, su iPhone, su iPad y su iPod sobre la mesa, pero con una actitud mucho más relajada que de costumbre. Incluso levantan la vista de la pantalla de vez en cuando.

Así que encontré el pueblo -porque esto es como un pueblo; gobernado por Apple, pero pueblo al fin y al cabo- más triste que yo cuando descubrí que me había perdido el concierto de Def Leppard en Donosti. Eso sí, como en cualquier pueblo que se precie, fue salir de casa y empezar a encontrarme con gente conocida. Y no estaba preparada para ello. Iba de incógnito, con gafas de sol, un periódico con agujeros y andando de puntillas al estilo de la Pantera Rosa, para poder vivirme en paz mi primer día de vuelta. Aun así, tuve que pararme a hablar -más bien balbucear- en inglés con varias personas antes de poder huir corriendo a encerrarme en casa con el pestillo echado y las cortinas cerradas. Por fin a salvo.

Pero antes de esconderme para poder lamer tranquilamente las heridas de mi tristeza, fui a ver al Hombre de las Montañas -no me supuso un gran esfuerzo, porque tengo que pasar por delante de su banco varias veces al día-. Quería asegurarme de que seguía allí, no diré que estupendamente, pero al menos tirando. Le llevé el café que le gusta de la tienda que le gusta, y unos azucarillos extras por si le faltaba energía. Lo vi bien, más veraniego, ya sin la chaqueta de entretiempo con la que lo dejé, sólo con sus eternos pantalones vaqueros y la camisa de leñador. Nuestra conversación fue tan poco espectacular como suele serlo habitualmente. Algo así como: Te he traído el café. Y toma algunos azucarillos extras… “Ah, oh, gracias, gracias. No, sí, no tenías… gracias”. ¿Qué tal estás? “Bien, bien, bien, sí… bien”. Bueno, pues me marcho. Luego te veo. “Sí, bien, sí, bien”. Pero cuando paso a su lado y no me paro, me hace feliz verle levantar la mano para saludarme. A veces pienso que lo busco y lo necesito porque creo que los dos nos sentimos igual de solos en medio de tanta gente.

Y al anochecer, para poder dormir mejor, la cervecita en el bar de siempre. Y allí los camareros y los habituales, como de costumbre. “¿Qué tal el viaje? ¿Habeis disfrutado?¿Habéis comido bien?” ¿Y vosotros? “Aquí, como siempre. Aburridos”. Y vuelve a empezar la vida. Sin grandes parafernalias. En silencio. Así de fácil. Porque, por si alguien todavía no se había dado cuenta, yo no vivo en San Francisco. Vivo en Palo Alto. Y Palo Alto cierra por vacaciones.

 

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Historias, ideas, curiosidades y reflexiones de una donostiarra en la Bahía de San Francisco

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julio 2013
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