Hecho: El español es la lengua oficial de más de 20 países: Argentina, Bolivia (junto con el quechua y el aymara), Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Guinea Ecuatorial (junto con el francés), Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay (junto con el guaraní), Puerto Rico, Perú (junto con el quechua y el aymara), República Dominicana, Sahara Occidental (junto con el árabe), España (junto con el catalán, vasco y gallego), Uruguay, Venezuela.
Hecho: Junto con el árabe, chino, francés, inglés y ruso, el español es uno de los seis idiomas oficiales de la Organización de Naciones Unidas.
Hecho: Tras el chino mandarín, es la lengua más hablada del mundo por el número de personas que la tienen como lengua materna (472 millones). Y la tercera, en Internet.
¿Por qué, entonces, el nuevo diccionario de la RAE ha retirado 1.350 términos antiguos que ya no se usan, pero ha admitido 5.000 nuevos, muchos de ellos procedentes del inglés? Pues, principalmente, por dos causas: porque el inglés es la lengua más usada en Internet (26,3 % del total), a pesar de ser la lengua materna de solo 375 millones de personas, y porque tiene el honor de utilizarse como lengua internacional de la ciencia, lo que da como consecuencia la inevitable importación de muchos términos de ese idioma a todos los demás, incluido el nuestro.
Y es aquí a donde queríamos llegar. Las palabras que no tienen equivalente en español (neologismos) son bienvenidas y necesarias para la evolución del idioma, pero la importación de vocablos para substituir palabras ya existentes sólo empobrece la lengua materna. Desde nuestro punto de vista, la Real Academia Española de la lengua debería tener algo que decir al respecto.
Hasta el momento, los criterios que los académicos han seguido para la incorporación de nuevos vocablos son básicamente dos: frecuencia de uso y tiempo de vigencia. El director del diccionario, Pedro Álvarez de Miranda lo explica así: “La Academia fija la gramática y la ortografía, las normas para hablar y escribir correctamente, pero no puede fijar el léxico. Las palabras no hay quien las gobierne porque los hablantes son los supremos soberanos. La Academia no es un policía que vigile el buen uso del lenguaje, sino que se ha de comportar como un notario que da fe y constata en acta ―en el Diccionario― lo que está ocurriendo y ya es común en la calle. Los académicos no se inventan nada”. No cabe duda de que el lenguaje es algo vivo, en continua evolución, pero alguien debe velar por el consenso, aun a riesgo de equivocarse.
En su último artículo “El neoespañol del aeropuerto” publicado en El País, Álex Grijelmo nos descubre el léxico que emplea un viajero que se acerca al aeropuerto para coger un avión. Pero este panorama no es exclusivo de la navegación aérea: lo encontramos en la mayoría de los ámbitos de la vida cotidiana. A ello han contribuido de forma decisiva los medios de comunicación. Los periodistas se afanan en inventar términos nuevos para ocultar su falta de talento y el inglés es su primera fuente de suministro: attachment (anexo), butear (arrancar), chatear (conversar), clickear (seleccionar), mail (correo electrónico), freezer (congelador), machear (combinar, equiparar), mouse (ratón), printear (imprimir), printer (impresora), spray (aerosol), staff (empleados), post (artículo, opinión), postear (colgar un artículo, opinión)…
Estos son solo algunos de los anglicismos más crudos o barbarismos que hay que evitar. Ante esta plaga, el ciudadano se pregunta cuál es el papel de la RAE y si están cumpliendo verdaderamente su función (limpiar, fijar y dar esplendor). Entiende la necesidad de ampliar el léxico a medida que avanza la tecnología, pero no el abuso de aquellos. A fin de cuentas, un número significativo de formas, hoy corrientes en el hablar popular, fueron en su tiempo latinismos, galicismos o italianismos. Decía Unamuno en 1901: “Lo que ayer fue neologismo, será arcaísmo mañana, y viceversa”.
La doctora Markéta Novotná escribió en 2007 una tesis titulada “El anglicismo en la lengua española”. Afirmaba que había extraído del Gran diccionario de uso del español actual 407 términos procedentes del inglés. Pero, ¿cuántos más se habrán colado en estos últimos diez años? Aun así, el propio Álvarez de Miranda no está preocupado por el alud de anglicismos que han ingresado en la lengua de los hispanohablantes, según declaraba recientemente a La Vanguardia: “No soy muy alarmista ni muy catastrofista en esto de los extranjerismos. En el siglo XVIII, había verdadera alarma ante la profusión de galicismos y se llegó a profetizar que el francés iba a acabar con la lengua española. Las lenguas son sabias y saben aceptar lo que necesitan y no rebasar un cupo tolerable de extranjerismos crudos”.
Si las lenguas, con sus mecanismos, son capaces de defenderse de las “agresiones externas” cabe preguntarse para qué se necesita una academia de la lengua. De hecho, no todos los idiomas tienen la suya. El inglés es uno de ellos. Al no existir un órgano regulador, la lengua es más dinámica y está en continuo desarrollo. Consecuencia de este dinamismo ha sido el último neologismo aparecido en los medios, relacionado con el contratiempo que ha supuesto el Brexit o la victoria de Donald Trump: ”posverdad” (post-truth). El Diccionario Oxford lo ha elegido como palabra del año y “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Aunque resulta un poco ambiguo en su definición, no se le puede negar que viene a rellenar un hueco semántico: el que se refiere a una “verdad” sentida sin apoyo en la realidad. El editor de ese diccionario ha jugado un papel activo, parece haberse adelantado a los tiempos al incorporar este nuevo concepto.
Sería interesante que la RAE se adjudicara ese papel de “visionario” de la lengua. Mostraría su eficacia al aportar conceptos para los cuales no tenemos un nombre y, a la vez, cambiaría ese papel pasivo que ejerce. Porque ese “dejar hacer, dejar pasar” del liberalismo económico aplicado a la lengua española, hablada por la gran variedad de grupos culturales que existen hoy en día, podría llevarnos a una peligrosa anarquía difícil de reconducir; como ya se está viendo con verbos como “googlear”, que se ha incorporado con rapidez al argot de Internet sin que nadie haya sancionado su uso.
Mientras escribimos este artículo, nos vienen a la mente esas palabras de Javier Marías, en “La invasión del neoespañol”: “es demasiada la gente (incluidos renombrados autores y traductores) que ya no domina la lengua, sino que la zarandea y avanza por ella a tientas y es zarandeada por ella. Hubo un tiempo en el que podía uno fiarse de lo que alcanzaba la imprenta. Ya no: es tan inseguro y deleznable como lo que se oye en la calle”.
No queda mucho más que decir. Solo que nos tememos que la invasión de neologismos va a ir en ascenso y sin control; que este modo de actuar que la Real Academia Española viene ejerciendo desde hace tiempo es muy cómodo para los académicos y de paso también para los que trabajan en los medios de comunicación y, por último, que el más perjudicado es, sin duda, el idioma español. Y esto último, y volviendo al inicio de nuestra argumentación, es también un hecho.