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Cómo leer literatura

Este título nos lleva a reflexionar sobre la acción de leer. Pero, ¿sabemos cómo debemos hacerlo? ¿Hay diferentes formas de enfocar la lectura? Sí, aunque nunca debemos dejar de lado el placer que supone sumergirnos en un libro ni quedarnos solo con lo que se nos cuenta sin ser conscientes de cómo nos llega ese material.
Este libro, tal y como se indica en el prefacio, pretende ser una modesta aportación al arte de analizar obras literarias. Está concebido como una guía para principiantes. Sirviéndose de varios ejemplos de obras conocidas de géneros diversos, desmenuza aspectos intrínsecos de cualquier texto, así como el papel del lector, los juicios de valor y los problemas de la interpretación crítica. Su autor, Terry Eagleton (Salford, Reino Unido, 1943), profesor de Literatura en varias prestigiosas universidades de su país, es además sobradamente conocido por su actividad como teórico literario y también como crítico político, donde surge su tendencia marxista. Todo su saber lo ha plasmado en decenas de libros, y la mayoría los tenemos a nuestro alcance en castellano.
Según el autor, en una obra literaria lo que se dice debe interpretarse en función de cómo se dice; el contenido y el lenguaje utilizado para expresarlo forman una unidad inseparable; si la forma contrasta con el contenido, habrá que tenerla en cuenta porque constituirá el significado de la obra.
Uno de los elementos que estudia es el de los comienzos. Como en toda buena historia, ya se sabe que el inicio de una obra tiene suma importancia. Pero lo que tenemos que darnos cuenta es que todas empiezan con palabras que ya se han utilizado innumerables veces y que, por lo tanto, lo único que varía es la forma concreta de combinarlas. Por eso habrá que valorar si con esas palabras el narrador tiene ganas de impresionar, si se excede, si avanza de soslayo, si demuestra cierto desapego a lo que cuenta, si tiene tono irónico… ¿qué tipo de ironía se muestra, en concreto, en esta famosa frase inicial?: “Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa” (Orgullo y prejuicio, Jane Austen). Y si, por ejemplo, la obra se abre con una pregunta, ¿se persigue la incertidumbre con ella?: “¿Cuándo nos reuniremos de nuevo? ¿Bajo lluvia, relámpagos o truenos?” (Macbeth, William Shakespeare).
Otro apartado fundamental que aborda es el de los personajes. Habitualmente muchos lectores tratan a los personajes de un libro como si fueran personas reales o solo leen atendiendo a su comportamiento. Entonces, sin darse cuenta, están pasando por alto el carácter literario de la obra. Los personajes viven en un texto y un texto es la transacción entre el propio texto y el lector. Un libro es un objeto material que existe incluso si nadie lo abre, pero no puede decirse lo mismo de un texto. Un texto es un patrón de significado y los patrones de significado no existen por sí mismos.
Para ahondar en el tema, explica el origen de la palabra inglesa character, que equivale a “personaje” y también a “carácter” en el sentido de letra, signo o símbolo. Menciona de qué término deriva y cómo después llegó a significar la marca peculiar de un individuo, algo parecido a su firma. Y que más adelante se transformó en la naturaleza única de la persona. Así los individuos ahora se definen por lo que les caracteriza, como su firma o su personalidad inimitable. Por lo tanto, lo que nos distingue de los demás es más importante que lo que tenemos en común. En realidad, los seres humanos somos singulares solo hasta cierto punto, ya que no existe un mundo en el que hubiera un único individuo irascible, rencoroso o letalmente agresivo. Un escritor puede acumular una frase tras otra, un adjetivo tras otro, pero es obvio que cuanto más lenguaje utilice para describir a un personaje, más tenderá a enterrarlo bajo un montón de generalizaciones.
Más adelante examina los narradores. Arguye que los denominados “omniscientes” son voces incorpóreas y no personajes concretos. Desde el anonimato y sin identificarse, actúan como si fueran la mente de la obra. Se supone que lo saben todo acerca de la historia que cuentan y, en ese caso, no se espera que el lector cuestione lo que dice. Pero una novela puede idealizar en exceso a uno de sus personajes del mismo modo que puede sesgar la trama en beneficio de un punto de vista concreto. A su vez, también cita a los narradores que no son de fiar, se refiere a los personajes que además de tomar parte en la trama, también la cuentan. A veces, se muestran estúpidos (no aprenden nada de lo que les sucede), son embusteros, o al final de la novela se entera el lector que lleva la mayor parte de la novela muerto.
En ocasiones, si los personajes por sí mismos son reacios a cometer un asesinato, la narrativa se ve obligada a intervenir. Las narrativas son como asesinos a sueldo, preparados para encargarse del trabajo sucio que no se atreven a hacer los personajes. Por ejemplo, cuando una mujer parece atrapada en un matrimonio sin amor, la narrativa interviene y se lo arrebata de una forma fulminante.
Admite que la narrativa moderna ha perdido esa especie de necesidad que había tenido en la época en la que los poetas relataban los orígenes míticos o cantaban las victorias militares. Está convencido de que hoy en día, contar una historia se ha convertido en algo arbitrario, gratuito y que, por encima de todo, las historias deben sustentarse por sí mismas. Es tajante al declarar que vivimos en un mundo en el que no hay nada que no pueda narrarse, pero en el que, al mismo tiempo, tampoco hay nada que deba ser narrado. Tiene muy claro que narrar es falsificar. Incluso afirma que escribir es falsificar. Escribir, para él, es un proceso que se va desarrollando con el tiempo, y en ese sentido se asemeja a la narrativa. De ahí que la única obra literaria auténtica será la que es consciente de esa falsificación e intenta contarnos su relato teniéndola en cuenta.
La novela realista pretende reflejar la existencia tal como es, con todo detalle; sin embargo, se supone que moldea ese material informe para conseguir una narrativa bien torneada. Y esos dos objetivos son incompatibles. Cualquier historia debe seleccionar, modificar y excluir, por lo que no conseguirá ofrecernos la pura verdad, y si intentara hacerlo, está claro que tendría que prolongarse sin fin. Las obras realistas eligen el tipo de personajes, acontecimientos y situaciones que permiten estructurar su visión moral. No obstante, para ocultar esa selección y preservar así ese aire de realidad, nos proponen muchos detalles bastante aleatorios. Pero, el detalle no deja de ser algo absolutamente arbitrario, cuya única función es dar cierta sensación de realidad.
La distinción entre narrativa y trama la aborda a través de las novelas de Agatha Christie, las cuales, al ser de misterio se basan casi por completo en la trama. Por consiguiente, la trama forma parte de la narrativa, se convierte en la acción más importante de una historia, indica la manera en la que se interconectan los personajes, acontecimientos y situaciones. Existen muchas narrativas sin trama: Esperando a Godot, Retrato del artista adolescente… También existen narrativas que pueden o no contener tramas, en el sentido de que no estamos seguros de si una acción es relevante o no, es el caso de las novelas de Kafka.
Para plantear el tema de la interpretación, primeramente explica que un poema y el manual de montaje de un mueble se diferencian porque el manual sólo tiene sentido en una situación práctica específica y porque nadie recurriría a él con el fin de reflexionar sobre la fragilidad del ser humano. Un poema, en cambio, sigue teniendo significado fuera de su contexto original, si bien puede ser modificado según el lugar o el tiempo. Y es que el significado de las obras literarias no depende solamente de las circunstancias en las que surgieron. Por eso Moby Dick no es un tratado filosófico acerca de la industria ballenera estadounidense del siglo XIX, sino que la novela aprovecha ese contexto para imaginar un mundo de fantasía, aunque la importancia de ese mundo no se limita a ese contexto. También intenta contarnos algo acerca de la culpa, el mal, el deseo y la psicosis.
Hay textos que denominamos literarios que no están escritos principalmente para contarnos hechos, sino que al lector se le invita a “imaginar” esos hechos. Por lo tanto, una obra puede ser cierta e imaginada, fáctica y ficticia, al mismo tiempo. La información dentro de la historia queda “ficcionalizada” por la novela y en ese contexto no importa si es cierta o falsa. Lo que sí importa es cómo se comporta dentro de la lógica imaginativa de la obra, ya que lo que convierte esas obras en ficticias es que esa información no se ofrece por su propio valor, como en un tratado médico, sino que se utiliza para contribuir a dar un punto de vista determinado. La ficcionalidad es uno de los motivos por los que las obras literarias tienden a ser más ambiguas que las que no son literarias. Están exentas de contexto práctico, de manera que las expresiones, los acontecimientos o los personajes se prestan a diferentes lecturas.
Debe quedar claro que las obras literarias no significan solamente una cosa; no las podemos ver como textos con un sentido fijo, sino que son capaces de generar un elenco completo de significados posibles, algunos de los cuales incluso varían a medida que cambia la historia. El significado original, asumiendo que tuviéramos acceso a él, no puede tener validez por encima de lo que la obra ha llegado a significar posteriormente.
Una vez más, esto no equivale a sugerir que todo vale. Puede que alguien sea capaz de ver algo más, pero en principio debe ser posible compartir lo que ve con los demás para llamarlo significado. El significado no es objetivo, pero tampoco es algo meramente subjetivo. Son transacciones, no objetos materiales. Lo que los lectores encuentran en el texto queda moldeado por sus creencias y expectativas, aunque también puede conseguir revolucionarlas, variarlas hasta el punto de que entramos en un poema como agnósticos y salimos convertidos en testigos de Jehová. Si esto sucede, evidentemente, sería una prueba de que nos encontramos frente a una obra literaria verdaderamente excepcional.
Los que aspiran a convertirse en escritores a menudo reciben como consejo que recurran a su propia experiencia para inspirarse, pero podrían no hacerlo. Solo pueden escribir acerca de lo que conocen, pero el conocimiento no tiene por qué surgir de la experiencia. Un escritor puede no tener más experiencia que la del acto de escribir. No tiene demasiado sentido fijarse en lo que hay detrás de un poema para ver si el poeta realmente se sentía como dice que se sentía. La experiencia que importa es la que proporciona el propio poema. Los sentimientos e ideas relevantes son los que van ligados a esas palabras, no algo separable de ellas.
En su último apartado habla sobre lo que convierte a una obra literaria en buena, mala o regular, es decir, alude a su valor. Este podría medirse por el aspecto de la originalidad, pero no todo lo original vale la pena. Por la profundidad y complejidad; sin embargo, la complejidad no es un valor por sí mismo, ni la armonía ni la cohesión. Por el modo en el que abordan aspectos permanentes e imperecederos de la existencia humana o por el hecho de que trate temas como la alegría, el sufrimiento, el dolor, la muerte, pero tampoco garantiza una mayor valoración. Tal vez lo que convierta una obra literaria en excepcional sea su acción y su narrativa, aunque en muchas de las consideradas las mejores obras del siglo XX no sucede gran cosa.
Por otro lado, ninguna obra surge de la nada. Incluso la más innovadora está formada por fragmentos y despojos de innumerables textos previos. El medio con el que se plasma la literatura es la lengua y cualquier palabra que utilicemos estará manchada, empañada, gastada y ajada por los miles de millones de veces que, previamente, se ha empleado. Como dice Noam Chomsky, nos pasamos la vida articulando frases que nunca habíamos dicho y oído antes. Y es que el lenguaje es creativo. Entonces ¿qué es lo que convierte a las obras en buenas o malas? El autor no responde con exactitud a la pregunta, sino que se limita a descomponer algunos extractos literarios.
Concluyamos (aunque es algo que hemos echado en falta en el libro). Quien lee es el lector, y es quien debe ser consciente de lo que lee, puesto que no puede leer igual un informe que una novela o un poema. Y es él quien debe tener en cuenta que no hay una única interpretación correcta. Y para reclamar su primordial papel, debe primar esta máxima: no hay literatura si no hay lector.

El blog del escritor diletante

Sobre el autor

Manu de Ordoñana: Es el seudónimo que utiliza Manuel Vázquez Martínez de Ordoñana (Donostia-San Sebastián, 1940). Es ingeniero industrial y ha ejercido su profesión en el mundo de la empresa hasta su jubilación. A partir de ese momento, se dedica a escribir. Ha publicado dos novelas: Árbol de sinople (2009) y Vivir de rodillas (2103). Ana Merino y Ana Mayoz: Licenciadas en Filología Hispánica por la Universidad de Deusto. Creadoras de AFAL, la Asociación a favor de las Artes y las Letras (en el año 1994) con la que llevan a cabo un proyecto propio: Talleres de Escritura. Imparten, desde entonces, este tipo de talleres para adultos donde trabajan tanto la lectura como la escritura de textos narrativos en distintos organismos: Club Catalina de Erauso, Universidad de Deusto, Aulas de la Experiencia y Aulas Kutxa (Tabakalera). Dinamizan Tertulias Literarias en diversas casas de cultura y bibliotecas tanto de Donostia como de otros municipios guipuzcoanos y dan Conferencias sobre temas relacionados con la Literatura. Ofrecen, también, servicios profesionales de corrección exhaustiva de libros, sobre todo literarios.


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