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Entrevista a Jesús Carrasco

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“Los momentos de libertad creativa son para mí los más gozosos de la escritura de un libro porque me permito algo que no me espero de mí, que no se espera de la lengua”.

El día en que conocí a Jesús Carrasco amaneció lluvioso. Las órdenes eran esperar en la casa de cultura de Okendo hasta que llegara. Nuestro punto de encuentro iba a ser el despacho anexo a la sala dedicada al Almirante Okendo, ese insigne marino que participó en multitud de combates navales cuyo éxito, según dice la historia, se debía a lo bien organizados que estaban sus buques y a la férrea disciplina que en ellos imperaba.

Mientras miraba el sirimiri desde una de las ventanas de una casa con tanta solera y pisaba un suelo de madera de más de 500 años, pensaba en las paradojas de la vida: iba a entrevistar al autor de Intemperie, una novela en la que el agua era un lujo inimaginable. Y justo entonces apareció. Su aspecto de soldado húsar —tez morena, profundos ojos negros y un bigote a lo Zapata— envolvía a un hombre contenido, pero muy agradable y dispuesto a disfrutar de la charla a la que había sido invitado por el festival Literaktum de San Sebastián, cuyo objetivo es crear un diálogo de la literatura con otras disciplinas y en conexión con los debates de su tiempo.

Por fin llegó la hora. Rápidamente le hice un planteamiento de la entrevista y le  propuse comenzar con la lectura del inicio de la obra que le había catapultado a la fama. Una sala abarrotada de gente nos dio la bienvenida.

—Es una novela muy dura. ¿Cuál es el germen de esta historia?

Se remonta a seis años atrás, antes de la publicación en 2013. Lo que recuerdo, o creo recordar, es algo de mi entorno más cercano: una familia con dos hijos; uno  de ellos era elogiado en público y el otro reprendido. Era dolorosísimo verlo desde fuera. En ese momento empecé a pensar qué sentiría ese niño pequeño que era constantemente reprendido,  sobre todo dentro de casa; en público era muy desagradable, pero dentro me podía imaginar un ambiente mucho más apretado, más opresivo, más traumático.

Empecé a escribir la historia de estos dos niños durante 60 o 70 páginas. Comencé por describir el entorno de  los miembros de la casa y, un día, este niño decide escapar, sale de su casa y llega hasta un lugar remoto donde se esconde, en un agujero bajo los olivos. Y ahí se me acabaron las ideas.  No sabía cómo seguir, me di cuenta de que no tenía herramientas como narrador.  Pero lejos de amilanarme empecé a escribir otra novela, desde otro punto de vista, con una trama muy compleja, también dando palos de ciego, una novela que después de dos años acabé, releí y tiré a la basura porque era muy mala. Justo ntonces me di cuenta de que no había perdido el tiempo puesto que había adquirido nuevas herramientas que antes no tenía. Así que retomé la historia de aquel niño que huía de su casa; caí en la cuenta de que esta parte tenía fuerza por sí misma y seguí con él atravesando el llano.

—Llama la atención que, siendo una novela, tenga tan pocos personajes: el niño, el pastor, el alguacil —luego hablaremos también de la naturaleza como personaje—, además son arquetípicos e innominados. ¿Todo esto lo piensas sobre la marcha o lo tienes decidido desde el inicio?

Tendemos a pensar —a mí me pasa como lector— que muchas de las cosas que suceden cuando leemos una novela son coherentes así de salida. No, no es así, al menos a mí no me pasa, y no conozco a ningún colega al que le pase. La novela se va construyendo y luego se encuentran, a posteriori, esos sentidos y significados que no estaban de primeras.

Respecto al tema de los nombres de los personajes,  no los tienen no por una decisión sino por un acto de pereza. Esto lo suele decir mucho VilaMatas. Yo tenía la sensación errónea, mientras escribía esta novela, que si le ponía un nombre al personaje lo iba a determinar, a limitar. Y lo fui dejando, pensando que ya los pondría cuando se descubriera la naturaleza de estos personajes, hacia el final de la obra. El caso es que acabé la obra y la leí. Vi que se entendía perfectamente y que además podía ser positivo porque aportaba, junto con otros elementos de la obra cierto, carácter parabólico, bíblico, épico, una resonancia que quizá con nombres no habría tenido.

—La naturaleza aquí tiene mucha importancia, tanto que parece un personaje más, sobre todo si pensamos que determina la vida de los protagonistas, les marca; todo lo que sufren tiene mucho que ver con el llano, con esa intemperie.

Sí. Esto está relacionado con el hecho de que es un paisaje único, un escenario único. Aquí solo hay un ambiente y por eso debe tener fuerza. Además es un contexto que tiene gran incidencia porque es extremo; no es una playa, es una intemperie radical donde los personajes tienen que protegerse de ella, aprender a vivir en ella y a manejarse para sobrevivir. En este sentido emergen conocimientos muy básicos que no todo el mundo tiene. Aquí concretamente los tiene el cabrero, y parte de la novela consiste en transmitir ese conocimiento, muy sencillo, que aquí se basa en el conocimiento del ordeño, una habilidad complicada.

El lenguaje

—Empecemos por el vocabulario. Es riquísimo. Como ejemplo, la cantidad de palabras que hacen referencia al sustantivo “piedra”. Sin embargo  eres escueto en cuanto a los diálogos, son parcos en palabras,  parece que la sequedad del suelo que pisan contagia a los personajes hasta el punto de no hablar casi.

Esto tiene que ver con el intento de ser preciso. Ahora ya voy descubriendo, con el tiempo, que puedo ser preciso sin la utilización de un término, mediante una metáfora, por ejemplo. Pero hay un momento en el que es el adjetivo solo el que necesitas para esa determinada sensación que quieres plasmar. De ahí la riqueza de ese léxico. También es cierto que la novela está fundamentada en un arte, en un oficio que tiene su propia jerga, por ejemplo el de cargar un burro, quería hablar de esa riqueza, ser preciso.

Luego también hay ciertas palabras que las utilizo porque me suenan bien. Creo que  La eufonía de un texto es importante. Siempre que acabo uno, lo leo en voz alta e intento encontrar errores, repeticiones; soy muy quisquilloso con ellas, por eso quizá esa variabilidad a la que aludías en tu pregunta.

—Buscas la palabra exacta, la mejor forma de contar algo y, sin embargo, eres muy ambiguo en cuanto a los nombres del espacio narrativo de la novela y del tiempo en que sucede la acción… Se intuye, pero no se concreta.

Sí, porque creo que son compatibles ambas cosas. El hecho de que no haya topónimos ni tampoco fechas tiene un sentido, ahí sí que había una intención. Yo quería que la historia estuviera ambientada en un momento pre moderno, entendido esto como un momento previo a la locomoción mecánica. Quería que fuera una novela “de caminar”, por eso el único medio de locomoción es el sidecar del alguacil. Con esto conseguía representar la máquina que denota su poder sobre el resto y que le otorga una ventaja: la de poder llegar en dos horas a un lugar donde las personas andando tardan dos días.

Y decidí que la novela fuera ibérica, con un espacio bien conocido por mí. De hecho si la novela tiene alguna emoción se debe a que yo tengo una relación profunda con ese espacio, que es la zona en que me crié, en Torrijos, en la provincia de Toledo. Si yo en ese tiempo pre moderno, en una novela ambientada en España, determino que es la posguerra, etc. me anclo a un hecho histórico que ha determinado nuestra vida, que la sigue determinando y por supuesto que ha arrastrado a la literatura de una manera tremenda. Y yo no deseaba escribir una novela sobre la Guerra Civil. Yo quería contar una historia humana no determinada por la historia cultural del país. Y la manera que tenía de hacerlo es difuminando esa España, que desde luego es reconocible pero sin relaciones culturales e históricas.

—Continuamos con la concisión de tu prosa, es marca de la casa. Tu obra está llena de silencios, pocas palabras pero adecuadas: ¿se debe a tu gusto por la literatura norteamericana, en concreto por los autores del Realismo sucio como Carver, o quizás tiene que ver más con tu oficio anterior de publicista?

Sí. Está Carver, está el oficio publicitario y está mi padre. Era un hombre muy adusto, muy seco, muy parco en palabras. Yo siempre he tenido en gran aprecio esa parquedad y al contrario, siempre he sentido hartazgo cuando ha habido esa abundancia de cháchara, de ruido innecesario. Mi madre también, pero sobre todo ha sido mi padre quien nos ha enseñado las cosas más importantes de la vida prácticamente sin decir nada, con muy pocas palabras. Así que esa concisión está en mí casi desde que nací.

En cuanto a influencias literarias, la literatura de Raymond Carver y de otros realistas sucios me impactó desde el principio precisamente porque yo ya era amigo de esa forma de hacer o de expresarme. Me gustaba de Carver, por ejemplo, que era capaz de condensar en muy pocas palabras, en un cuento muy corto, no solo un conflicto familiar sino toda una sociedad entera como es la americana.

Y hay un tercer factor, que es que como lector me irrita mucho que una novela me enrede innecesariamente. No digo que sea todo el tiempo turrón duro, es decir una cosa muy concentrada. Necesito también airearme, mirar el paisaje, pero cuando noto que me están haciendo perder el tiempo me enfada mucho. Encontrar ese equilibrio me parece siempre difícil. Y yo, ante la posibilidad de pasarme, intento siempre quedarme corto.

—Otra característica del lenguaje de tu novela es la apuesta por un lirismo clarísimo,  ¿viene de tu gusto por la poesía? ¿Qué papel tiene en tu obra?

A mí me gusta la poesía, pero como lector. No la practico. Hay un momento en que la literatura, que tiende a ser una arquitectura racional, no está fundamentada en la gramática, que es orden y cosmos, podríamos decir—; en algún momento a mí me gusta que ese orden se desbarate con una frase nominal que no tiene verbo, con alguna sorpresa lingüística que me doy yo. Esos momentos de libertad creativa son para mí los más gozosos de la escritura de un libro porque me permito algo que no me espero de mí, que no se espera de la lengua. Y esa es la poesía, desde mi concepción: llevar el lenguaje, con esa arquitectura racional, a lugares extremos, al perímetro de sus posibilidades formales y expresivas, y retorcerlo, y en esa tensión final de la lengua, donde ya ni siquiera la palabra responde al símbolo, ahí es donde se producen momentos de belleza muy fuertes. Y eso es para mí la poesía.

—Al hilo de este tema, ¿no te parece que últimamente la belleza o la estética de la literatura está en horas bajas?

Para mí es algo irrenunciable. Seguramente el lenguaje es la herramienta humana más poderosa que se ha inventado no solo porque nos permite comunicarnos, sino porque nos permite razonar. La palabra es el ladrillo de nuestro pensamiento, es la forma en la que pensamos. La posibilidad de percibir el mundo, de interpretarlo,  nos la da el lenguaje, que tiene una plasticidad enorme. La potencia y la belleza de la herramienta es tal que me siento en la obligación de explorar esa belleza.

A mí me parece un desperdicio utilizar el lenguaje solo de una forma utilitaria, anodina, meramente pragmática para comunicar algo sin más, sin rascarle un poquito, sin buscar esas potencialidades  que tiene la lengua. Yo me dedico a la literatura, sobre todo, más que por contar historias,  por investigar esa parte de la lengua, que es lo que más me interesa. Desde luego que me gusta contar historias, y las cuento con gusto, pero siempre de una manera unida a una exploración lingüística, si no, a mí no me merecería la pena escribir novela.

—Para terminar con el análisis del lenguaje, también hay mucha contención en tu narrativa: no explicas los sentimientos de los personajes ni sus estados de ánimo, ¿es un objetivo de tu escritura?

Por un lado detesto el edulcoramiento emocional, y las exhibiciones de emociones me chirrían, pero aprecio profundamente la emoción verdadera. Esa profundidad no tiene que ir hacia fuera, puede ir hacia dentro. Y por otro, cuento con que los lectores y las lectoras son seres emocionales que tienen su propio repertorio de emociones, sus propias vidas con sus experiencias, y lo mejor que puedo hacer yo es hacer un paréntesis y dejar hueco a la emoción del lector. Cuando digo que el niño pasa miedo, no digo más para que el lector meta su miedo, su dolor, su frustración, y complete el hecho literario.  Abrir ese hueco para el lector es clave, fundamental. Este, también, es para mí un objetivo irrenunciable.

Intemperie en cómic

—En este nuevo formato, hay momentos que dan más miedo que en la novela. Me refiero en concreto al momento de la pesadilla del niño.  ¿Lo hablaste con el creador del cómic, Javi Rey?

Es en ese momento justo es donde el cómic mejora el libro. Yo simplemente le dije que pusiera sus emociones y sus visiones. Esa pesadilla era una de las que yo tenía de niño, siempre que tenía fiebre; la intenté trasladar con palabras a la novela y él lo interpretó así. Lo hace muy bien porque consigue trasladarte a un espacio que es terrorífico.

Intemperie en cine

—Rey ha sido fiel a la historia y Benito Zambrano, el director que llevó la novela al cine en 2019, también. Zambrano presentó la novela como un western. ¿Esto es lo nuevo que aporta a tu novela o hay algo más desde tu punto de vista?

Yo creo que, con respecto al libro, aporta un paisaje que el libro no tiene. El paisaje en el que me basé es mucho más humilde, no es tan cinematográfico. La película está rodada en el norte de Granada, entre Granada, Ciudad Real y Albacete. Es un antiguo mar. Era un lecho marino, eso significa que lo que hay ahora es un polvo finísimo, lunar. En este sentido mejora el libro, porque es un paisaje dramático, de una amplitud y  de una crudeza y una belleza sobrecogedoras.

La película también aporta un ritmo que el libro no tiene, es mucho más pausado, pero la película tenía que acentuar esa idea de ritmo de persecución e incluso de thriller que hay en algún momento.

—El lenguaje del cómic, del cine, de la novela son diferentes, por lo tanto a la hora de llevar la historia del libro a otro formato distinto, ¿es factible que no deban esa fidelidad a la obra?

Para mí tiene que ser fiel a lo que consideramos que es el corazón de la historia. Y en este caso ese corazón está en la conexión entre el adulto y el niño, en esa transmisión de aprendizaje, de sabiduría de uno a otro… eso es para mí el libro.  Da igual el formato en que se cuente, solo pido que se respete eso.

La Tierra que pisamos  (2016)

—Esta novela es una ucronía. Aquí,  igual que en Intemperie, das importancia a la tierra, en este caso la tierra entendida como planeta que hay que cuidar. ¿Hay quizás un afán moralizante o simplemente una llamada de atención por lo mal que lo estamos haciendo?

¡Aparta de mí ese cáliz, Señor! No seré yo quien intente aleccionar a nadie ni juzgar a nadie, y mucho menos a través de la literatura. También detesto la literatura moralizante, no me gusta. Lo que hay de fondo es un tema de mi interés, que me preocupa, pero no desde un punto vista social, sino emocional, que yo tengo con la tierra. Esta novela comienza un día en el que estoy trabajando en una tomatera, en un huerto que tenía en la provincia de Sevilla; es una sensación muy personal, muy profunda, en definitiva una conexión muy fuerte con ese espacio. Desde ese espacio privado, personal, se hace un recorrido por todos los usos de la tierra y esa relación con la tierra se expande, de lo más emocional, animal, a lo político en último término. Yo quería hacer un recorrido por todas esas formas de comprender la tierra o de dar usos a la tierra.

Llévame a casa (2021)

—Es quizá tu novela más autobiográfica. Además tiene la novedad de que aparece, aunque de refilón, una vida urbana en Edimburgo, frente al ambiente rural de tus novelas anteriores.

Sí, yo pasé tres años allí. La obra habla de cuidados, habla del momento en que nuestros mayores se hacen mayores y empiezan a depender de nosotros. Trata sobre la pregunta que en un momento de la vida te hace un padre cuando te ve en primera fila y te apunta con el dedo y  entonces te ves en la necesidad de responder a esa petición de ayuda. Someto al personaje a una pregunta que es ineludible y la novela trata de cómo ese personaje responde a esa pregunta. Está ambientada en un pueblo toledano y el personaje hace escapadas a Edimburgo.

Biografía y algunas curiosidades

Nacido en  Olivenza (Badajoz) en 1972 y criado en Torrijos, provincia de Toledo. Su vida siempre ha estado relacionada con lo rural y con la tierra. Esta relación le llevó, cuando era más joven, a correr campo a través y, hoy en día, a cultivarla. Le apasiona trabajar en la huerta, y lo busca incluso viviendo en el centro de Sevilla, hasta el punto que intentó convencer a un convento de monjas Carmelitas para que le dejaran cultivar tomates en el interior y compartirlos con ellas.

Siempre le ha gustado todo lo manual y le viene de herencia; valga el ejemplo de su padre que, para redondear su sueldo de maestro,  encuadernaba libros por las tardes, junto con su madre, en un pequeño taller que se construyó él mismo. En su casa el trabajo manual siempre tuvo una enorme consideración —todos sus hermanos poseen alguna habilidad— y bebió de esa cultura, que luego él ha entendido que era valiosísima: una fuente más de autonomía y por tanto de dignidad. De hecho su próximo libro tiene como centro las manos.

Estudió INEF y llegó a ejercer de profesor, pero no aguantó el sistema de interinidad en esa profesión. Afirma que fue cobarde y que si hubiera continuado, hoy no sería el escritor que es, porque le gustan los chavales y le gusta enseñar.

Y hasta aquí lo que dio de sí esa entrevista, aunque no pude evitar despedirme de él con  una última petición: que pusiera, en una imaginaria faja de toda su obra, una frase definitoria de su literatura. Y esto es lo que contestó:

 Literatura honesta, como todo lo que intento hacer en la vida. Entiendo la honestidad como la entrega al cien por cien, esto es lo que sé hacer y así lo hago, para bien o para mal.

El blog del escritor diletante

Sobre el autor

Manu de Ordoñana: Es el seudónimo que utiliza Manuel Vázquez Martínez de Ordoñana (Donostia-San Sebastián, 1940). Es ingeniero industrial y ha ejercido su profesión en el mundo de la empresa hasta su jubilación. A partir de ese momento, se dedica a escribir. Ha publicado dos novelas: Árbol de sinople (2009) y Vivir de rodillas (2103). Ana Merino y Ana Mayoz: Licenciadas en Filología Hispánica por la Universidad de Deusto. Creadoras de AFAL, la Asociación a favor de las Artes y las Letras (en el año 1994) con la que llevan a cabo un proyecto propio: Talleres de Escritura. Imparten, desde entonces, este tipo de talleres para adultos donde trabajan tanto la lectura como la escritura de textos narrativos en distintos organismos: Club Catalina de Erauso, Universidad de Deusto, Aulas de la Experiencia y Aulas Kutxa (Tabakalera). Dinamizan Tertulias Literarias en diversas casas de cultura y bibliotecas tanto de Donostia como de otros municipios guipuzcoanos y dan Conferencias sobre temas relacionados con la Literatura. Ofrecen, también, servicios profesionales de corrección exhaustiva de libros, sobre todo literarios.


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