La Ilíada y la Odisea nacieron en un mundo distinto del nuestro, en un tiempo anterior a la expansión de la escritura, cuando el lenguaje era efímero (gestos, aire y ecos). Una época de “aladas palabras”, como las llamaba Homero, palabras que se llevaba el viento y solo la memoria podía retener. El texto pertenece a El infinito en un junco (Siruela, 2022), el exquisito y magníficamente documentado ensayo escrito por Irene Vallejo, que recorre la historia para evocar los orígenes del libro en el mundo antiguo y que ha servido de base para la redacción de este artículo.
En la sociedad oral, los poemas se recitaban en público, perpetuando una costumbre heredada de las tribus nómadas: los ancianos recitaban junto al fuego los viejos cuentos de sus ancestros y las hazañas de sus héroes. La poesía estaba socializada, era de todos y no pertenecía a nadie en concreto. Cada poeta podía usar libremente los mitos y cantos de la tradición, retocándolos, desembarazándose de lo que considerase irrelevante, incorporando matices, personajes, aventuras inventadas y también versos que había escuchado a sus colegas de profesión.
Empleaban un lenguaje rítmico porque es más fácil de recordar. Esa práctica hizo que la poesía viniese antes que la prosa, y la música, antes que la lectura silenciosa. Al recitar versos, la melodía de las palabras ayudaba a repetir el texto sin alterarlo, porque la música se quiebra cuando la secuencia falla. ¿Quién no ha aprendido de niño la tabla de multiplicar cantando? ¿Por qué nunca se olvidan las poesías aprendidas en el colegio?
Los bardos actuaban en las grandes fiestas y en los banquetes de los nobles. Imaginemos una escena de la vida cotidiana en el pequeño palacio de un señor local del siglo X a.C. Se celebra un banquete y, para alegrar la noche, el anfitrión contrata a un cantor ambulante. Cuando es llamado a sentarse en el salón y las miradas se clavan en él, templa en silencio su cítara y se prepara para el esfuerzo de la actuación. Con voz clara, acompañada por el rasgueo de las cuerdas, el narrador inicia su historia y, poco a poco, envuelve a su auditorio en la magia de un relato apasionante entretejido de aventuras y combates. Los comensales sacuden la cabeza, asienten, siguen el ritmo con el pie. Enseguida quedan hechizados: la canción épica atrapa, invade y fascina a quien la escucha.
Cada representación era única y sucedía una sola vez. Incluso si recitaban el mismo poema, narrando la misma leyenda protagonizada por los mismos héroes, la versión variaba de manera espontánea. Gracias a un entrenamiento precoz y disciplinado, aprendían a usar el verso como un lenguaje vivo, moldeable. Conocían los mitos, dominaban las pautas del lenguaje tradicional y tenían un arsenal de frases preparadas que fortalecían su improvisación, de forma que cada recital era un canto a la vez fiel y diferente.
Pero no había ningún afán de autoría: los trovadores amaban la herencia del pasado y no veían razones para ser originales si la versión tradicional era bella: no habían descubierto el concepto de “derechos de autor”. Eran capaces de recordar las crónicas que habían aprendido en la infancia y, entre todos, impedían que el saber acumulado acabase en la nada del olvido. Durante los largos siglos de oralidad, el romancero griego fue cambiando y expandiéndose sin que los textos alcanzasen nunca una versión cerrada o definitiva.
Por supuesto que, para dominar el oficio, era necesario poseer una memoria prodigiosa. Al no tener ese don, alguien pensó en trasladar los poemas a un soporte fijo para luego recordarlo mejor. El problema era disponer de un recurso asequible, duradero y fácil de manejar. Los primeros signos escritos habían aparecido en Mesopotamia hacía seis mil años, pero eran verdaderos laberintos. Había que conocer hasta un millar de caracteres y sus complicadas combinaciones, y eso solo estaban al alcance de una minoría de escribas que se dedicaban en exclusiva a ello. Así, durante muchos siglos, la escritura solo sirvió al poder establecido.
La llegada del alfabeto vino a derribar esos muros y abrió las puertas para que muchas personas pudieran acceder al pensamiento escrito. Partiendo del complicado sistema jeroglífico de los egipcios, los semitas consiguieron una fórmula de asombrosa simplicidad, en la que cada sonido se representaba con una consonante, que era la arquitectura básica de la palabra. El artificio fue evolucionando hasta que, hacia 1250 a.C., los fenicios llegaron a un modelo de veintidós signos, suficientes para reformar sus anotaciones contables ─su primera preocupación─ y, más tarde, para transcribir mitos y leyendas.
En el último milenio a.C., sus mercaderes impulsaron el comercio por todo el Mediterráneo y llevaron su descubrimiento a todos los rincones que visitaban. El uso de la escritura alfabética se generalizó, tanto por su sencillez como por su fácil adaptación a la mayoría de los idiomas hablados, lo que permitió que la gente común aprendiera a escribir. Eso supuso el acceso a la información para una buena parte de la población y un primer avance para frenar la desigualdad de clases en una sociedad en la que los miembros de la jerarquía real y religiosa detentaban un poder omnímodo.
Los griegos adoptaron el alfabeto fenicio hacia el siglo VIII a.C. Sorprendidos por la audacia del hallazgo, recibieron de los marinos que visitaban sus costas, la mágica herramienta que permitía construir infinitas palabras con tan solo veintidós símbolos. Sin embargo, se dieron cuenta de que el artilugio tenía una limitación: solo se escribían las consonantes de cada sílaba, dejando al lector la tarea de adivinar la vocal que conformaba el sonido.
Esa carencia suponía un engorro, ya que las vocales desempeñan una función primordial en la lengua griega. No tuvieron más remedio que adaptarlo a sus necesidades. Conservaron de él quince consonantes, añadieron otras nuevas y transformaron letras que no tenían valor ─las llamadas consonantes débiles─ en las cinco vocales que, como mínimo, el habla requería, hasta hacer un total de veinticuatro fonemas. Solo innovaron lo justo, allí donde vieron la posibilidad de mejorar el original. Su éxito fue inmediato: el nuevo formato se extendió primero al latín y luego por todo Europa, siendo la base de los idiomas que hoy se hablan en Occidente.
También en Grecia, la escritura vino a resolver primero el problema contable. El momento de asentar la tradición se dio más tarde. Algunos vates aprendieron el nuevo alfabeto y empezaron a redactar los poemas orales en hojas de papiro como credencial para el futuro. Percibieron que eso suponía inmovilizar los textos y fijar los contenidos. Había que elegir una sola versión, para salvarla de la destrucción y el olvido; cada autor tenía, por tanto, que seleccionar la que consideraba más bella, convirtiendo así la narración en vehículo de expresión individual. El sacrificio mereció la pena: las tradiciones perdieron algo de su solidez inamovible y las ideas novedosas sacudieron las vetustas estructuras sociales. Así nació el espíritu crítico y la literatura escrita.
La receta empezó a alterar silenciosamente el mundo; fue una revolución apacible que acabaría desvirtuando la memoria, el lenguaje, el acto creador, la manera de organizar el pensamiento, la relación con la autoridad, con el saber y con el pasado. Los cambios fueron lentos, pero extraordinarios, a pesar del rechazo de una parte de la población, siempre reacia a la novedad, creyendo que todo lo nuevo provoca más decadencia que progreso. Después del alfabeto nada volvió a ser igual, puesto que el acto de escribir alargaba la vida de la memoria e impedía que el pasado se disolviera para siempre.
Gracias a ese acto audaz, casi temerario, han llegado hasta nosotros dos obras memorables que han conformado nuestra visión del mundo. Los 15.000 versos de la Ilíada y los 12.000 de la Odisea se sitúan en un territorio fronterizo entre la oralidad y el nuevo mundo. Un bardo —educado seguramente en la fluidez de las recitaciones, pero en contacto con la escritura— enhebró varios cantos tradicionales en el hilo de una trama coherente. ¿Fue Homero ese personaje en el umbral de los dos universos? Nunca lo sabremos.
Cada investigador imagina su propio Homero: un rapsoda analfabeto de tiempos remotos; el responsable de la versión definitiva de la Ilíada y de la Odisea; un recitador que les dio un último toque; un copista aplicado que firmó el manuscrito con su nombre; o un editor seducido por esa estrafalaria invención de los libros. Parece mentira que un autor tan trascendente para nuestra cultura sea solo un fantasma. Con la escasa información disponible, es imposible aclarar el misterio. La sombra de Homero desaparece en tierras de penumbra. Y eso vuelve todavía más fascinantes a estos dos documentos excepcionales que nos permiten acercarnos a la Edad Oscura.
¡Qué paradoja! Provenimos de un mundo perdido al que solo podemos asomarnos mediante el ente que provocó su desaparición. Nuestra imagen de la oralidad procede de los libros. Conocemos las voces aladas a través de su sucesor, las palabras inmóviles de la escritura. Una vez transcritas, esas narraciones perdieron para siempre su fluidez, su elasticidad, la libertad de improvisación y, en muchos casos, su lenguaje característico, pese a ser la espina dorsal de nuestra cultura.
Cuando la musa aprendió a escribir, se desencadenaron cambios asombrosos. Los nuevos textos pudieron empezar a multiplicarse en infinita variedad porque ya no estaban sujetos a la economía de la memoria. El almacén del conocimiento dejó de ser exclusivamente acústico, se convirtió en un archivo material y por tanto se podía ampliar sin límites. Así, la literatura ganó la libertad de expandirse en todas las direcciones, ya no tenía que administrar con avaricia la acotada capacidad del recuerdo. Frente a la oralidad, que favorecía las formas e ideas tradicionales, reconocibles para su auditorio, el discurso alfabetizado podía abrirse a horizontes desconocidos porque el lector tenía tiempo para asimilar y meditar con tranquilidad las ideas novedosas. En los libros caben planteamientos excéntricos, voces de identidades individuales, desafíos a la tradición.
Al abandonar la oralidad, el lenguaje experimentó reajustes arquitectónicos: la sintaxis desplegó nuevas estructuras lógicas y el vocabulario se volvió más abstracto. La literatura encontró nuevos caminos fuera de la disciplina del verso. La prosa se convirtió en el vehículo de un sorprendente universo de hechos y teorías que ensancharon el espacio del pensamiento y permitieron la llegada de la historia, la filosofía y la ciencia. El oficio de pensar el mundo surgió gracias a los libros y la lectura, al poder ver las palabras y reflexionar despacio sobre ellas en lugar de solo oírlas pronunciar en el veloz río del discurso.
Por los relatos de Platón y Jenofonte conocemos las ideas de Sócrates (469 a.C-399 a.C.), el padre de la filosofía, quien optó por la oralidad y se abstuvo de escribir. Y no fue el único: Pitágoras, Diógenes, Buda y Jesús de Nazaret hicieron lo mismo, a pesar de que todos ellos sabían leer y escribir. Los discursos disidentes tenían escasas posibilidades de ser escuchados más allá del pequeño círculo de adeptos. Por fortuna, sus discípulos asumieron la tarea de redactar su doctrina y expandir su mensaje.
Sócrates acusaba a los libros de obstaculizar el diálogo; la palabra escrita no sabe contestar a las preguntas y objeciones del lector. Temía que, por culpa de la escritura, los hombres abandonasen el esfuerzo de la propia reflexión. Sospechaba que, con el auxilio de las letras, se confiaría el saber a los textos y, sin el empeño de comprenderlos a fondo, bastaría con tenerlos al alcance de la mano. El argumento es agudo y de plena actualidad.
Internet está cambiando el uso de la memoria y el proceso de aprender. El conocimiento disponible hoy es mayor que nunca, pero casi todo se almacena fuera de nuestra mente. Bajo el aluvión de datos, ¿dónde queda el saber? Nuestra mente perezosa se ha convertido en una simple agenda de direcciones, sin rastro alguno de los contenidos. La información que recibimos procede de unos cuantos líderes de opinión que infestan las redes sociales y nos apuntan el dictamen que tenemos que cultivar. Ahora, los poetas son también los dueños del castillo. En el fondo, ¿no seremos más ignorantes que aquellos memoriones de los viejos tiempos de la oralidad?