Inhóspito por fuera, acogedor por dentro, el museo alberga desde hace diez años el legado de Oteiza, el genio de Orio
Por Jorge Balbó.
Desde la carretera, el encantador pueblecito de Alzuza emerge entre montañas, como un coqueto balcón con vistas al Valle de Egüés, con Pamplona a la vuelta de la esquina. Con sus siete casitas mal contadas, su diminuta placita, su campanario… y su gigantesco museo. Desde fuera, el centro artístico se antoja como un tosco búnker futurista, hermético, una especie de molesto apéndice que le brotó al pueblo sin su permiso. Tres chimeneas picudas, casi cortantes, no ayudan a dar un aspecto amable al edificio. Un primer análisis, poco acertado, invita a pensar que se trata de otro delirio arquitectónico más. Pero, por fortuna, en ocasiones, las primeras impresiones se quedan sólo en eso.
Gregorio Díaz Ereño, el anfitrión, el director del museo, sale a la puerta para recibir al visitante. Al traspasar el umbral del Museo Oteiza, uno se siente dentro de un hogar cálido. Una casa que, pese a los enormes espacios vacíos, nada tiene que ver con esas lujosas moradas minimalistas que aparecen en los programas de la tele.
Como los hogares de verdad, el espacio abierto y amable -a diferencia de la apariencia que ofrece desde el exterior-, no está pensado para las visitas, sino para sus habitantes. Las más de 3.000 piezas (entre esculturas, creaciones experimentales, dibujos y collages) soñadas, estudiadas y moldeadas por Jorge Oteiza (Orio, 1908 – San Sebastián, 2003) viven desde hace una década en una morada diseñada por el arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oiza que se adapta a ellas como un guante.
En el zaguán no faltan paneles que tratan, sin demasiado éxito, introducir al visitante en el universo del genial creador oriotarra. Ni todos los afiches del mundo serían suficientes para, siquiera, aproximarse a la compleja personalidad del hombre, a la genialidad del artista. El que dejó huérfano al arte vasco hace ahora una década. El mismo que, de niño, se escondía entre los huecos que dejaban las excavadoras en la playa de Orio para observar la nada.
14 apóstoles
Como el pequeño Jorge, el visitante se siente protegido en el gran salón que se despliega ante sus ojos. A pesar de sus dimensiones, la pieza central del museo se asemeja más a una acogedora salita de estar. O a la nave central de una pequeña iglesia. Díaz Ereño explica que fue concebida tomando como ejemplo, de alguna forma, el Santuario de Arantzazu. Si uno le echa algo de imaginación no tarda en diferenciar el púlpito, el altar… las vírgenes brotan de la pared, salidas del arraigado misticismo de Oteiza. Imágenes religiosas que, de pura sencillez, parecen rayar lo profano. No se equivoque.
No caiga en el mismo error que los responsables del Obispado de San Sebastián que, a medidos de los 50, censuraron parte de la obra que el artista engendró para el templo mariano. Ante esos 14 apóstoles –sí, cuéntelos otra vez, son 14– entenderá que aquello no fuera bien entendido, en una época en la que el arte religioso se limitaba a querubines de mejillas sonrosadas y vírgenes dolorosas de facciones hiperrealistas. Por no tener, los apóstoles no tienen ni ojos «para reforzar la idea de que miraban hacia dentro», explica el cicerone. Puro misticismo.
La muestra sigue avanzando, por la obra y por la vida del artista –el montaje pretende seguir un riguroso orden cronológico– de su etapa más figurativa a la más expresionista.
El visitante llega a la sala dedicada a su participación en la Bienal de São Paulo, en 1957. Fue entonces cuando el artista alcanzó su mayor protagonismo internacional. Sus famosas ‘cajas metafísicas’ –algunas se pueden observar en el museo– cosecharon los elogios de los grandes expertos en arte del momento.
Fíjese en los manuscritos que resisten al tiempo conservados en las vitrinas. Comprobará la obsesión por los detalles que caracterizaba al autor. En anotaciones al margen, Oteiza diseñó hasta las peanas que mostrarían su obra en la ciudad brasileña.
Siga la visita. Sea curioso y asómese a los ventanucos abiertos a su paso. Fruto de un ingenioso juego de perspectivas, adivinará los ‘museos’ del museo. En una de las salas, en la que se cuela el imponente paisaje a través de un ventanal panorámico, una estantería guarda a buen recaudo pequeñas, diminutas, obras del autor. Como si de una de esas vitrinas en las que las señoras tratan de guarecer del polvo ese recuerdo de la primera comunión del sobrino de Palencia, ese gallo llegado de Lisboa o una de esas bolas dentro de las que la Torre Eiffel vive, congelada, en un perpetuo invierno nevado. Algo así, pero sin atisbo de lo kitsch, de lo vulgar. Todo lo contrario.
Merece la pena detenerse a contemplar esas joyas mínimas, que surgen de materiales anodinos. De una lata de conservas, de unas simples tizas… En el hogar de un artista no puede faltar una buena biblioteca. La de Oteiza adquiere la categoría de obra de arte, como una pieza más de su catálogo.
Apilados con mimo en sus estanterías, los volúmenes refl ejan la personalidad inquieta y ecléctica del artista. Un libro sobre Bob Dylan comparte espacio con otro tomo titulado ‘La caza en la Prehistoria’, con tratados de matemáticas, física y geometría.
La morada del pastor
Y como anexo –aunque, en realidad, el museo es el verdadero agregado–, se levanta en piedra la casa. La misma que Jorge e Itziar, su esposa, compraron por 250.000 pesetas. Allí, en lo que fuera la morada del pastor, el artista instaló su estudio, hoy recreado con sus libros y una mesa de trabajo en la que se puede ver uno de esos calendarios que regalan las cajas de ahorros que ha parado el tiempo en 1994.
Grabado en un cartelito de madera se puede leer: «Déjenme tranquilo. Estoy tratando de sobrevivir». Puede interpretarse como una muestra más del carácter excéntrico del artista, una señal disuasoria ante el vecino fi sgón.
Pero también como la barrera de contención ante el universo del que sólo quiere estar protegido en su casa, en su rincón. Como el pequeño Jorge, que se escondía del mundo entre los agujeros que formaba la arena en la playa. Para observar la nada.