Lo bueno de Grafton Street es que al final de la calle, siempre nos espera alguien. Molly Malone, la vendedora de mejillones y berberechos de generoso escote, se ha convertido en el símbolo de esta ciudad que las está pasando canutas. En honor de esta joven de cuya existencia hay serias dudas se escribió el himno no oficial de Dublín y se erigió una estatua de bronce en la calle más cosmopolita de una urbe joven y moderna llena de promesas para el forastero. ¿Qué más da si Molly Malone existió o no? Existe en el imaginario popular, en las canciones, en los libros, en la cultura que se transmite por el boca a boca… Su estatua es punto de encuentro para lugareños y turistas y el rincón más fotografiado de la ciudad.
Si usted no quiere comprar pescado, despídase cortésmente y enfile al sur por Grafton hasta entrar en la zona peatonal. Como en la Quinta Avenida de Nueva York o en la céntrica Oxford Street de Londres, aquí también hay un montón de tiendas, especialmente zapaterías, con las botas más atrevidas y los tacones más altos, más apropiadas para lucir en los escaparates que para caminar sobre el empedrado o para correr en los semáforos, porque no encontrará uno que duré más de 10 ó 15 segundos, da igual lo ancha que sea la calle. Grafton figura en el ‘top ten’ de las calles más caras del mundo, lo cual es un honor bastante dudoso. Ha llegado a ser la tercera, por detrás de la parisina Avenida de los Campos Elíseos y de New Bond Street de Londres y antes de la crisis se pagaba a 5.340 euros euros el metro cuadrado. Ahora anda por el puesto 13 o más abajo.
Pero por Grafton Street camina mucha gente con pocos posibles y sin bolsas, que se para cada diez metros a disfrutar de los espectáculos callejeros, porque si hay una ciudad que ama al artista amateur (y al profesional) ésa es Dublín, donde se puede escuchar un concierto gratis cada noche. Grafton fue el escenario de la película ‘Once’ (2007), que habla de los sueños de un músico, y suele parar por allí un chico rubio con un piano que congrega siempre a un montón de público. Al lado, un africano grueso de verbo incontenible lanza pelotas de colores al aire, y aros y un montón de cosas que nunca se le caen y que fascinan a los más pequeños. Otro se atreve con un bongo, con una guitarra… y cada tarde un chaval toca con su violín la versión más bonita de ‘Hotel California’ (The Eagles, 1976): ‘Welcome to the Hotel California / such a lovely place, such a lovely face…’
Calor para una ciudad que tirita de frío desde septiembre y que no se quita el abrigo hasta mayo o junio. El paraguas siempre, que tiene ese microclima que vuelve loco a los meteorólogos y al personal, que amanece con sol, se come el chaparrón a mediodía y quizá puede disfrutar todavía de un paseíto fresco pero soleado por la tarde por el parque de St. Stephen’s Green. En Dublín nadie se queja por el tiempo. ¿Costumbre? También actitud.
Que caen como chuzos… pues busque refugio en el Bewley’s de Grafton. No sabemos si sirven el mejor café, como ellos mismos presumen, pero llevan haciéndolo desde 1927, así que será por algo. Si el primer día no encuentra mesa, que puede ocurrir, pruebe al siguiente porque el lugar es un auténtico estímulo para los sentidos. No solo por el majestuoso alfombrado, las escaleras de madera noble y esos sillones principescos… Ya en la entrada, en la vitrina de los postres, uno se empacha de puro placer. Madalenas, pasteles, tartas de todos los colores y talla XXL, como las cervezas.
Eso le falta a Grafton Street, un pub de referencia, pero no hay más que asomarse por cualquier calle transversal. O caminar un poco, cruzar el río Liffey y torcer a la derecha en O’Connel Street a la altura del Spire, la aguja metálica de 120 metros de alto que corona el cielo de esta ciudad sin cuestas. El Celt (81-82 Talbot Street) no es un pub de turistas, solo de los que llegan allí por casualidad o por recomendación. Nunca alcanzará la fama de Temple Bar, pero seguro que Molly Malone, después de despachar todo el pescado, paraba por aquí.