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Sobredosis de océano

Por PEDRO ONTOSO

Desde las rocas gemelas de Hendaia hasta el Banco de arena de Arguin, desde el estuario de la Gironde hasta la desembocadura del Adour, se suceden kilómetros interminables de playas arenosas y bosques frondosos de pinos marítimos. Ese es el escenario que se abre a lo largo de toda la costa atlántica, en Francia, esperando a quienes quieran huir del estrés de la ciudad y de las relaciones tóxicas, para disfrutar de una naturaleza melosa, que te mima, te quiere y se deja querer.

A mí me gusta especialmente Hossegor, un enclave que trasmite paz y calma. Que te seduce las 24 horas del día. Miguel de Cervantes escribió que hay que ser moderado con el sueño, que el que no madruga con el sol, no goza del día. En verano, en Hossegor, me levanto con los primeros rayos del sol y exprimo la jornada hasta la última chispa. Por la mañana, me baño una y otra vez, me balanceo sobre alguna tabla y me seco con largos paseos por la orilla. Y holgazaneo sobre una arena fina, cálida, extraordinariamente batida.

El oleaje, la mayoría de las veces, es impresionante. Es un paraíso para los surfistas, sobre todo la zona de la Graviére. Las olas avanzan y caen a plomo sobre la orilla, vigilada por socorristas muy experimentados, de esos que inspiran confianza. Los he visto actuar en situaciones dramáticas y son muy buenos. El oleaje te espabila y te golpea como si fuera un masaje de alguien con manos de acero. Es una sobredosis de océano, un tónico de agua y salitre, que te empuja a recuperar sensaciones que casi habías olvidado. Y te ayuda a reponer las reservas de endorfinas, a las que recurrirás en el duro invierno.

Qué bien entra luego la primera cerveza. El primer trago largo, que es el que vale, de una caña –biére á la pressión– con varios dedos de espuma. ¡Qué bien la tiran los franceses! Hay mucha gente que come de forma frugal en la playa o en sus casas y apartamentos de veraneo. En la Plaza de las Landas –‘de los vascos’ la han rebautizado algunos– hay varias terrazas donde sirven los tradicionales ‘moules’ (mejillones) –a mí me encantan–, pescados a la plancha y generosas ensaladas. Fuera del perímetro playero también hay buenos locales, alguno de comida italiana, con menús para todos los gustos y bolsillos.

Por la tarde cambiamos de playa, aunque seguimos en una costa infinita. En Côte Sauvage se practica el naturismo. Hay una duna espectacular que está declarada Espacio Natural Protegido. Seignosse está muy cerca. El oleaje es bravo y hay muchos surfistas sobre las rompientes, atraídos por los desafiantes ‘beach break’ y ‘point break’, que se suben con habilidad sobre las crestas. También en Hossegor los hay –y muchos–, junto a niños y adolescentes que practican el bodyboard y distintos deportes náuticos. Este tramo de costa es una gran fosa, un cañón submarino, que proporciona mucho poder a las olas. Es como una imán. Es lo que más me gusta.

Nos queda tiempo para regresar a Hossegor y darnos un último baño en el canal mientras decenas de chavales se tiran desde el puente. Me gusta pasear por el canal, de poco más de kilómetro y medio, o bordear el lago, de casi seis kilómetros. Y devorar un libro. En 1903 un grupo de escritores franceses, sobre todo parisinos, formaron una tertulia literaria –La Sociedad de los Amigos del Lago– que discutían de literatura y política en largas sobremesas en este escenario. Había gente tan dispar como el jurista y filósofo Maxime Leroy o el escritor Paul Margueritte y el periodista Lucien Descaves, estos últimos firmantes del escrito contra ‘La Terre’ de Zola. También la frecuentó el novelista asturiano Armando Palacio Valdés, que pasaba sus veranos en Capbretón, en la casona ‘Marta y María’, título de una de sus obras.

La noche es para la vecina Capbreton. La zona del ayuntamiento suele estar animada con puestos callejeros en los que se entretienen los visitantes. El paseo marítimo es muy agradable e invita a quedarse a presenciar la puesta de sol. Hay muchos locales para cenar marisco y buen pescado. Merece la pena quedarse algunos días para disfrutar de la zona. Hay un oferta muy amplia de alojamientos: desde chalés que se alquilan, hasta apartamentos, pasando por hoteles de distintas estrellas y numerosos camping. A mí me gusta Les Fougeres, un pequeño hotelito con piscina, pegado al Jai Alai donde se disputan vibrantes partidos de cesta punta y chistera. En julio y agosto la zona está a tope y conviene reservar antes, pero yo he ido varias veces a la aventura y siempre he encontrado alojamiento, si no es en un pueblo en otro.

La mañana del día siguiente puede ser propicia para descubrir ‘la foret’, el bosque. En la parte alta del pueblo, en una zona conocida como la Maison Hargous salen distintas rutas. Están muy bien marcadas con varios colores, pero hay que tener cuidado de no perderse ya que es un poco laberinto. Son caminos que alternan la hierba con la arena, bajo una bóveda de largos pinos que parecen desafiar al cielo. En algunas zonas de Las Landas, los pinares aún lamen sus heridas desde aquella ciclogénesis explosiva que pasó como una guadaña y guillotinó miles y miles de árboles.

Si se prefiere la bicicleta, a lo mejor es la oportunidad de acercarse hasta Vieux Boucou por los carriles que bordean la carretera. Es una villa agradable, que combina el agua estancada con las playas del océano. He coincidido algún que otro 14 de julio –día de la fiesta nacional francesa– y he disfrutado con el toro de fuego y la verbena en la plaza tras haber cenado en la calle a la luz de las velas. Era como estar en el pueblo.

Hay gente que prefiere zonas más tranquilas como Mimizan o Biscarrosse, camino ya del Bassin D’Arcachon, de ambiente balneario. Están más lejos y requiere más tiempo. La duna de Pilat siempre esta ahí, esperándonos en las Landas de Gascuña, para pasear sobre ella y admirar los expléndidos paisajes que se vislumbran desde su lomo. Es un lugar único que merece la pena visitar. Cerca está el Banco de arena de Arguin, una reserva natural que alberga una importante población de aves migratorias. Arcachon es otro mundo, marcado por los pueblos ostrícolas. Y la Isla de los Pájaros, con esas pequeñas cabañas sobre pilotes, que recuerdan las figuras estilizadas y zancudas de Giacometti.

Hay rincones que dejan huella. Es lo que me pasó cuando conocí la playa de Cenitz en Guethary. La descubrí gracias a un gran amigo, Alberto Barrueta –padre del excelente batería Borja Barrueta–, que es todo un serpa en cuestiones de viajes. Guethary ofrece mucho. Que se lo pregunten a Madonna, que pasó en esta localidad un verano inolvidable, influenciada por Jean Paul Gaultier. Fue donde conoció a Kalakan, el trío labortano de folk que le ha acompañado por todo el mundo. A ‘la ambición rubia’ le fascinó el sonido de la txalaparta.

Primero nos detuvimos en la iglesia de San Nicolás, una joya del siglo XVI. Desde los ventanucos del templo hay unas vistas espectaculares. Es una atalaya de lujo, como cuando había que divisar la llegada de las ballenas. Hay varias playas en esta localidad de la ruta francesa del Camino de Santiago, como la de Parlementia, querida por los surfistas, o la de Harotzen Costa, más familiar, pero me quedo con la de Cenitz y sus alrededores, enclavada en un sendero de litoral.

Es un enclave privilegiado para hacer surf. Y para observar a quienes cabalgan sobre las olas desde una pequeña campa tras haber comido en el único txiringuito de este rincón apreciado por los surfistas. Antes lo regentaban Francoise y Thierry Listre. La cabaña del Cenitz Ostatua, con evocaciones de Robinson Crusoe, era toda una institución en la zona. Había que pegarse para comer sus formidables txipirones a la brasa y su merluza ‘a la española’. Después de haberlo regentado desde 1995, el Ayuntamiento lo ha adjudicado a otros restauradores –Le C.–, lo que generó una cierta polémica. Todavía no he regresado y desconozco cómo funciona ahora. Cada momento es único y depende de muchos factores. Aunque de recuerdos también se vive. El que yo viví en Cenitz, con mi mujer y mis amigos, fue mágico.

Lo que las guías no cuentan

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