Por ZIGOR ALDAMA
Dubai es la construcción del absurdo. Un espejismo de hormigón y acero. La extravagancia en superlativo. Y todo ello se resume en el Burj Khalifa. Con más de mediomillón de metros cuadrados de superficie repartidos en 828 metros de altura, ninguna otra estructura construida por el hombre se acerca tanto a la estratosfera. El rascacielos es tan alto que un visitante podría disfrutar de la puesta de sol desde la planta baja, coger el ascensor hasta el último piso y volver a verla.
A pesar de los míseros salarios que ofreció a quienes erigieron este monstruo de la arquitectura, Emaar ha tenido que rascarse el bolsillo para levantar el símbolo de una prosperidad basada en el petróleo: el gigante comenzó su singladura con un presupuesto sobre plano de 615 millones de euros, pero, después de que su construcción se retrasara en dos ocasiones y fuera necesario realizar importantes cambios en el diseño del arquitecto estadounidense Adrian Smith, diferentes estimaciones apuntan a que el precio final oscila entre los 1.150 y los 3.070 millones de euros. Pero ese dinero se palpa. Está en las paredes del magnífico vestíbulo de acabados dorados y elementos propios de la cultura del Golfo Pérsico, en el impresionante interior de ciencia ficción de los 57 ascensores con los que cuenta el rascacielos, y, cómo no, en las exuberantes habitaciones del hotel Armani, que también atrae a sus clientes con uno de los ‘spas’ más lujosos del planeta. Las residencias particulares son tan privadas que ni siquiera han trascendido imágenes de cómo las han decorado sus propietarios. No faltan quienes especulan con la posibilidad de que allí se esconda parte de las reservas de oro de los Emiratos Árabes Unidos.
Los mortales que no llegan en Rolls Royce a las puertas del Burj Khalifa se conforman con disfrutar del espectáculo de música y agua que se celebra al atardecer en el lago adyacente, y acceder desde el contiguo centro comercial, Dubai Mall, al observatorio situado en la planta 124. A 10 metros por segundo, los ascensores más rápidos provocan dolor de oídos y un leve mareo, pero las vistas desde ‘At the top’ (nombre del mirador,literalmente ‘en lo más alto’) bien valen las molestias y los 25 euros de la entrada más barata (si no se reserva por Internet, el precio alcanza los 90 euros). Es una buena forma para rentabilizar un edificio que, a pesar del glamour, también ha sufrido los rigores de la crisis financiera que aqueja a Dubai.
«Esa ha sido la visión de nuestros líderes desde la década de 1970, y ha continuado con más ímpetu bajo el mando de Mohammed bin Rashid Al Maktoum», cuenta la voz en off de un impresionante vídeo en el Museo de Dubai. Para convertirse en una ‘ciudad global’, el régimen se muestra abierto al mundo y más tolerante con las costumbres foráneas –solo el 18% de los habitantes son locales– que el resto de sus vecinos del Golfo Pérsico. En pocos territorios de Oriente Medio se puede ver a una mujer cubierta de pies a cabeza con una abaya y un hijab negros junto a otra que viste minifalda y top con el ombligo al aire. Pero a pesar de sus proporciones faraónicas, el reinado del Burj Khalifa tiene fecha de caducidad. Será en 2018, cuando está previsto que la Kingdom Tower (la Torre del Reino), que construyen los saudíes en Jeddah, supere el kilómetro de altura (1.007 metros). No habrá ser humano por encima de los 700, pero la lucha por arañar la estratosfera aún no ha terminado.