Muchos años después, frente al pelotón de periodistas, el donostiarra Anselmo Aramendia había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer la arena de la playa de Ondarreta.
Cuando unas horas antes el rostro de Anselmo inundó la pantalla de los televisores de medio mundo, todos vimos que encomendaba entre susurros su destino final. En el salón de su casa, donde estaban reunidos familiares y amigos aguardando un feliz desenlace, la madre de Anselmo, una angelical dama robusta de los pies a la cabeza, exclamó equivocándose: “¡Rezando! ¡Anselmo está rezando!”, y corrió por su acalorada mejilla la primera de los seis millones de lágrimas que aún habría de derramar aquel día.
Anselmo se estremeció ante los cien años de soledad que le esperaban en el siguiente minuto de su vida. Encontró el aplomo para rememorar la idéntica situación vivida por
Iván Pedroso en los Juegos del año 2000 y el grito de dolor y las lágrimas de
Mike Powell en los de 1996, cara y cruz de una moneda parecida. Abrió los ojos y desapareció el público, desaparecieron los jueces, las cámaras y los rivales. Se sintió solo, mil veces solo, arropado únicamente por la fugaz imagen de un salón, el viento que le acariciaba los tobillos, el pasillo que tenía delante, la tabla de batida y la historia. En un último repaso mental soñó que su nombre cerraba la ilustre lista en la que brillaban
Carl Lewis,
Bob Beamon o
Jesse Owens. Anselmo se puso la mano en el pecho para asegurarse de que su corazón seguía dentro. Comprobó que le latía exactamente igual que en aquel primer juego infantil de la playa, tragó saliva y volvió en sí. Ellos también dieron algún día algún primer salto.
En el último intento de la Final Olímpica, el espíritu de Anselmo Aramendia regresó a aquel feliz instante de su infancia en el que desde el paseo de Ondarreta, ante el asombro de su padre, alcanzó de un salto la “línea imposible” que el señor Aramendia había trazado en la arena de la playa. Una presencia borrosa, la voz de alguien que pasaba por allí, pronunció las cuatro palabras mágicas que durante toda su vida habría de recordar el pequeño Anselmo: “¡Ni Bob Beamon, chaval!”.
Interrogado por los periodistas en la rueda de prensa, Anselmo Aramendia negó haber rezado antes del último intento. Anselmo recordaba cada pensamiento y cada sensación de los momentos previos a su sexto salto, pero se limitó a contestar que abrumado por los nervios y la soledad recurrió inconscientemente a recitar la primera frase conocida que le vino a
la cabeza.