EL CUENTO IMPOSIBLE (RIZOS DE SANGRE) [2] | Al aire libre >

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Juan Carlos Hernández

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EL CUENTO IMPOSIBLE (RIZOS DE SANGRE) [2]


 

Al apagar la luz fue consciente de que afuera soplaba el viento. Lo que ella no sabía es que si hubiera gaviotas plateadas en las costas de Cincinnati estarían jugando a flotar en el aire, vigilando el puerto, dejándose mecer bajo las nubes. Era lógico, a Miss Templetick el viento, las gaviotas, las nubes o Cincinnati le importaban menos que nada.

 

En un absurdo que resume su existencia Miss Templetick se hace llamar Mrs. Templetock, aunque quienes tienen la ocasión de dirigirse a ella saben que es la mujer más sola del mundo. Que yo sepa, jamás ha sucumbido al significado de la palabra amistad y mucho menos al amor. Aparentemente estancada en su continuo tiempo presente, parece afrontar la vida encerrada en un mundo sin memoria, como un animal pero sin las bondades de los instintos. Dicen que siempre se ha sentido vieja. Yo, que la observo desde hace algún tiempo, he llegado a sospechar que siempre lo ha sido, y pocos saben que para no verse la cara, cuya fealdad es el puro reflejo de la amargura, vive en un apartamento sin espejos, en la letra F de la sexagésimo sexta planta de la calle Miguel de Unamuno 1, un monumental edificio de setenta y nueve alturas construido en el centro de la ciudad al acabar la última guerra.

 

Miss Templetick sólo tiene sueños vacíos. Nunca ha tenido un sueño embriagador, uno de esos con aromas y sabores en los que todo es tan sólido que sueñas convencido de estar despierto, y lo que sucede es tan excitante y extraordinario que si estiras los brazos tocas la felicidad con las yemas de los dedos. No, los sueños de Miss Templetick no son así, como si la naturaleza le hubiera amputado el privilegio. Alguna vez, solamente alguna vez, sus sueños son rojos, simplemente rojos, rojos como los cabellos de la sin par Angie Wondall, a la que tanto odia. Pero casi siempre son negros, negros como la muerte, negros como su alma. Negros.

 

La luz de la mañana entró en el cuarto de Miss Templetick y le abofeteó las arrugas. La noche había vuelto a ser negra, sin luciérnagas amarillas. Deambuló entre las alfombras sin saber qué hacer. Buscó una escoba y las barrió con esmero, pero no para limpiarlas sino para remover la suciedad de un lugar a otro y aspirarla. Comenzó a dar vueltas. Vueltas y vueltas. Miss Templetick pasa buena parte del tiempo girando y girando sin sentido. Alguien podría pensar que baila, yo creo que es el resultado de alguna de sus taras mentales, o un mecanismo propio de su maldad, que le hace daño dentro del cuerpo.

 

Se preparó media pinta de café que deglutió en seis tragos ruidosos y se lavó los pocos dientes que aún le quedan enjuagándose las caries con orujo de hierbas. Se vistió. Un extraño atuendo de baratija sin vida y un sombrero ladeado y raído resumían el concepto. Y botas de agua sin calcetines en pleno mes de junio. Era sábado, día seis. Nunca tiene rumbo pero dio un portazo y salió al descansillo con el rezongar de sus bronquios como única compañía. Metió las llaves en una cartera de ante y metió la cartera en un bolsillo que ella misma había cosido al vestido con pita e hilo de cobre. Dio tres vueltas sobre su propio eje y aguardó a oscuras la llegada del ascensor, que descendía tintineando. Era una espera tensa para Miss Templetick, la fuerza de la costumbre no había disipado la incómoda sensación de tener que entrar de espaldas para no verse reflejada en el espejo.

 

Un do alto se adueñó del silencio y las dos puertas mecánicas se separaron como los párpados de un gran reptil a cámara lenta. En la penumbra del rellano se iluminó la espalda de Miss Templetick y su larga y amorfa sombra silueteó el hueco de la escalera, al fondo. Un espeso tufo a after shave barato le hizo saber que no iba a viajar sola. Entró en la caja, con los ojos y los puños apretados en dirección al suelo, manteniendo su ritual de dar tres pasos hacia atrás. El saurio también cerró su ojo de metal y se entrelazaron las fragancias de la loción y el azufre.

 

Como si lo esperase, Miss Templetick no se inmutó cuando una peluda mano sudorosa, grande y caliente, con cuatro largas uñas mugrientas, reposó sobre su huesudo hombro derecho.

 

   – ¿Baja?

 

   – Sí.

 

   – Bonito sombrero, Mrs. Templetock, usted siempre tan guapa y elegante, –mintió una voz grave, como de narrador de cuentos.

 

   – Miente usted muy mal, Mr. Abolic, y no está bien reírse de las viejas pasas como yo.

 

Nadie, excepto Miss Templetick, llama Mr. Abolic al repugnante Ian Abolic, un ser de edad indeterminable, altura colosal, ojos perdidos y huesos anchos, con piernas enormes y robustas y tronco estrecho, como si estuviera formado por dos cuerpos distintos ensamblados.

 

   – ¿Bromea usted, Mrs. Templetock? Qué zalamera, con qué habilidad me obliga a repetirle que es usted lo más bonito, lo más hermoso que habita en este frío rascacielos. Fíjese, nadie tendría el buen gusto de llevar unos zapatos tan lustrosos como los suyos un cuatro de julio, o ese vestido de seda italiana. Cómo se nota que donde manda capitán no manda marinero, convénzase, ¡sigue usted siendo la reina de los mares!

 

Su voz sonó esta vez como la de un vendedor de boletos de tómbola. Miss Templetick entreabrió los ojos para mirar la punta de sus sucias botas y crecieron sus ganas de enzarzarse a mordiscos. “Cuatro de mierda”, rechinó entre las muelas.

 

   – ¿Va usted a bailar, Mrs. Templetock?

 

   – Sí, –mintió condescendiente.

 

   – ¿A bailar al parque?

 

   – Sí, al parque, –siguió mintiendo.

 

   – Como cada mañana.

 

   – Exacto, como cada mañana.

 

   – Qué envidia me da usted, yo tengo tantas cosas que hacer…, –Ian Abolic alzó la voz enfatizando la ene del tan. Bien, ya hemos llegado, hasta otra Mrs. Templetock, un placer, como siempre. Diviértase.

 

   – ¿No sale usted?, –preguntó Miss Templetick fiel a una ceremonia casi diaria, mientras la luz natural que rebotaba en los cristales del vestíbulo suavizaba la tensión de un cinismo creciente.

 

   – No, tengo que volver a subir, he olvidado unos documentos importantísimos. Hasta la vista, y no pierda esa magnífica sonrisa.

 

   – Descuide, Mr. Abolic. Por cierto, si la ve salude de mi parte a nuestra común amiga Angie Wondall. Ya conoce mi debilidad por esa chiquilla pelirroja y sus mofletes sonrosados.

 

Con estas palabras Miss Templetick consiguió su objetivo de estremecer a Ian Abolic, que relamió el súbito sabor a sangre de su paladar y resopló por la nariz todo el aire de sus pulmones.

 

   – Angie Wondall, Angie Wondall…, –repitió como un eco Ian Abolic, consciente de la estudiada provocación, sujetándose para que su furia no saltase sobre Miss Templetick. Lo haré, no se preocupe, a ver si hoy coincido con ella, no tardará en ir a entrenarse. Para mí también es un objetivo prioritario.

 

   – Lo sé, buena suerte. Quizá nos veamos a las seis, –dijo por decir algo sin sentido.

 

   – Sí, eso, quizá nos veamos a las seis.

 

Ian Abolic se giró sobre sí mismo. “Qué estará tramando”, –jadeó rezumando desprecio por cada poro.

 

Miss Templetick bajó los doce escalones que la separaban de la calle y alcanzó la acera. Tomó aire y protestó que la luz y la brisa le rozasen el rostro. Las gaviotas plateadas seguían ausentes. Era una mañana llena de grandes nubes grises que avanzaban por el cielo como la Sexta Flota. Pensó que no era viento de lluvia, y asqueada ante la posibilidad de que pudiera sonar música se perdió calle abajo con la única idea de no entrar en ningún parque. Un perro, enloquecido, sobrevivió de casualidad tras lanzarse contra los coches intentando evitar su presencia, y unos niños, con la valentía de la inconsciencia, le cantaron:

 

“Bruja vieja, bruja loca, bruja chiva,

que gira, que gira, que gira.

Bruja chiva, bruja loca, bruja vieja,

que da vueltas, da vueltas, da vueltas.”

 

 

 

 

CONTINUARÁ

 

 

 

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