Me gusta mucho salir a pasear con mi hija pequeña los sábados por la mañana –a ella también le agrada, entre otras cosas, porque siempre “cae” algo-. Me cuelgo de su brazo, ya que se avergonzaría de colgarse de mi mano como ha hecho hasta hace bien poco, y también porque así puedo ir mirando a las musarañas sin miedo a dejarme los dientes contra cualquier obstáculo urbano.
Durante el último paseo conjunto no dejé de percatarme de las miradas que le dirigían algunos mozalbetes de su edad –rozando la veintena- y otros –descarados- de edad más cercana a la mía. De hecho, en un momento determinado, un grupito de deportistas –vestían chándal y calzado al uso- se volvieron al unísono a nuestro paso (al suyo y al de mi sombra) y silbaron admirativamente.
–“Vaya, le dije, sólo falta que te pidan autógrafos…”
– “Oye, que a ti también te miran, me espetó ella.”.
-“¿A mí? ¿Que me miran a mí…?”
Hoy salgo a pasear sola dispuesta absolutamente a tomar nota de cuanta mirada –masculina– se pose en mi persona. Me convenzo de que será una especie de “experimento sociológico”, ningún otro fin me lleva al paseo errante (de la vanidad no me apetece hablar ahora). Bien es cierto que no salgo a la calle con el aspecto de ir a recoger aceitunas pero tampoco me arreglo más de lo que se consideraría correcto para una “señora” de mi edad; es decir, que si me encuentro con mi madre que no me tenga que decir lo que me decía mi abuela: “Jesús, hija, qué pintas llevas”.
Mi ciudad es apacible en grado sumo a cualquier hora del día, pero en una mañana laborable, con buena temperatura, andan los que trabajan y los que no, como lagartijillas al sol. En los paseos los bancos están solicitados; las terracitas también y barandillas y pretiles soportan el peso de quienes disfrutan del paso de las horas como si la urgencia de vivir no existiera para ellos. Y hay muchos hombres solos, jubilados o prejubilados, parados o en desempleo, de vacaciones o porque les han mandado a comprar el pan, el caso es que, fijándome, contabilizando, la cuenta se me escapa de lo sencillo. Y con el rabillo del ojo vigilo si alguno me sigue con la mirada.
Siento sobre mí la mirada del otro –ésa que tan magníficamente describe Fernando G.Salgado en su homónima novela- y esa mirada añade ritmo a mi paso y alegría a mi corazón. Quizás me he acostumbrado a ser “transparente”, a creer que los ojos del hombre ya no reparan en mí, normas inventadas por otros y aceptadas por nosotras, las de más de cincuenta, que se convierten en leyes cuando nos las creemos a pies juntillas.
Recordar un cosquilleo olvidado, sentir el peso de unos ojos en el cabello, en la espalda, en el trasero, notar que las piernas se alargan y ser consciente del paso bien firme de los pies. Unido esto al regalo del calorcillo otoñal hace que la autoestima suba grados y la sonrisa se ensanche. Sí, ya sé que es de bobos andar sonriendo por la calle, pero cuando hay motivos…
Ahora que lo constato –que todavía algunos hombres me miran-, voy a mirar yo también.
Puedo ¿no?
LaAlquimista
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