Siempre he envidiado a esas personas que tienen la suerte de que su familia sea una especie de clan en el que todos se apoyan en todos, aunque se critiquen y se pongan verdes, esos grupos satisfechos y sonrientes que se reúnen alrededor de una mesa con motivo de cumpleaños, santos y demás fiestas de guardar. Contentos y felices se visten con sus mejores galas y se disponen a compartir unas horas orgullosos de su progenie, de sus cónyuges, de sus logros y de sus coches, todo ello sin dejar de mover el bigote. Me parece perfecto y me da envidia. (Sana, no, que no existe, toda la envidia es verde y malísima).
Pero a mí me toca el modelo “por la paz un avemaría” porque la familia no se elige, y no es que la mía sea de echar de comer aparte –que lo es-, sino que, respetándonos, no somos demasiado sociales. Nos llamamos de vez en cuando, nos contamos las cosas más significativas, que la mayor ha aprobado el carné de conducir, que el mediano de los de Madrid está repitiendo segundo de Derecho, que el cuñado de Albacete se ha quedado en el paro y parece que su mujer –la pequeña- anda pensando en hacerse testigo de Jehová, en fin, esas fruslerías que nos regalan horas y horas de la maldita tarifa plana del teléfono, porque antes costaba una pasta y ahora pues ya no hay excusa.
Y llegan las Navidades y siempre hay alguien que tiene la original idea de que nos reunamos todos, con el esfuerzo consabido de desplazamientos y reajustes vacacionales. Y como no vivimos todos en el mismo punto geográfico, el que se desplaza –que bastante hace- considera que el que está en su casa sin moverse debe agasajarle, darle cobijo y algo más que pan y vino. Y no digo que no tenga que ser así. Entonces me ocurre que siento la compulsiva necesidad de marcharme de viaje, lejos, todo lo lejos que me pueda permitir : un recorrido por el desierto del Sahara, una visita de siete días a cualquier bazar árabe, una estancia en una playa muy lejana, es decir, tener una excusa para escaquearme de todo lo que se avecina que es, a saber:
– La bronca de si en tu casa o en la mía.
– La pelea por yo pongo esto y a nosotros no nos gusta el pescado.
– Los cuñados que no dejan de fumar (incluso puros) ni a tiros.
– Los sobrinos que no dan un palo al agua y se van de potes antes de la comida.
– Los nietos que chillan porque están fuera de su casa.
– Los nietos que chillan porque están en su casa.
– Los padres (ancianos) que sobreviven a base de turrón del blando y ansiolíticos.
– Y nosotras, las pobres mártires, que nos pasamos el día entre el mercado y la cocina suspirando porque acabe toda la parafernalia justo en el momento en que acaba de empezar.
Todo empieza de maravilla hasta que el vino y el cava empiezan a hacer sus efectos en el cuñado graciosillo, en la cuñada envidiosilla, en el hermano que está divorciado y está de morros porque no le tocan los niños… y mi abuela –que hace años se murió- nos sonríe desde el marco de su foto sepia pareciendo decir: “Recuerda, “por la paz un avemaría…”.
En fin.
LaAlquimista
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